Panem et circenses es una alocución romana adoptada por Juvenal, poeta romano, que resumía la estrategia de los dirigentes romanos en tiempos de crisis. Era una maniobra muy astuta porque conseguían mantener la calma social. Los romanos ofrecían comida y juegos circenses a sus ciudadanos que, de esa manera, se entretenían y se olvidaban de protestar. Y fue un éxito, ya que no han sido pocos los gobiernos que, durante la Historia, han utilizado y amoldado esa antigua táctica sedante a sus tiempos. Es más, esa pericia sigue aún vigente en nuestros días con la televisión como herramienta de persuasión. Este medio de comunicación está controlado por grupos empresariales pertenecientes a las élites, que buscan una rentabilidad máxima. Lo cual es lógico, aunque este propósito plantea un problema ético sin resolver: ¿el fin justifica los medios?
En la sociedad actual es muy difícil distinguir claramente dónde está la oferta y dónde se sitúa la demanda. Y en el mundo de la televisión, esta disyuntiva no es ajena. ¿Vemos lo que emiten o emiten lo que queremos ver? Esta pregunta tiene posibles respuestas, pero ninguna aclara la duda. Unos dirán que es la cuota de pantalla la que aventa la programación, pero otros afirmarán que nosotros sólo elegimos entre lo que nos ofrecen. Ambas son ciertas, aunque es cierto que la segunda afirmación condiciona la primera. Y más aún, cuando Internet nos ofrece la posibilidad de elegir a la carta qué ver. No obstante, cada época tiene su modelo de programa que depende de las modas. Por ejemplo, tras Gran Hermano, surgieron diferentes programas del género que aún seguimos sufriendo en mayor o menor medida. El auge de los reallities convergió con el apogeo de los programas del corazón, lo que abrió la televisión a un tipo de personajes chuscos. Esta tendencia afeó el nombre del medio. Algunos debates se convirtieron en aquelarres o autos de fe con tertulianos todoterreno o verduleros, que discutían sobre temas que desconocían o que eran banales. Las crónicas sociales perdieron su condición para convertirse en cotilleo. Los protagonistas no eran personajes de la aristocracia o el folclore, sino sus secundarios, que se aprovechaban su fama adyacente para acomodarse y lucrarse. En definitiva, se dejó a un lado el espíritu crítico y la reflexión, y se dio prioridad al entretenimiento vacío y al morbo. Todo esto, sin que los dirigentes de los medios advirtiesen que muchas de las opiniones que sostenemos los ciudadanos de a pie, en nuestras conversaciones diarias, son las que escuchamos en los medios.
El mensaje de los medios de comunicación ha quedado difuso. Muchas veces no sabemos qué nos quieren transmitir, porque no sabemos si estos grupos tienen valores que enseñar o si sólo quieren que nos evadamos, ya que son conscientes de que, cuando llegamos del trabajo, lo último que nos apetece es reflexionar. En cierta medida, esta televisión recuerda a la cultura popular del Antiguo Régimen, que se basaba en el morbo y la fantasía. La verdad es que es retorcido pensar que haya un plan maligno de control social detrás de los programadores y grupos televisivos; quizás, es más un intento de ser eficaces con las inversiones. Además, siempre tenemos la opción de tener la televisión apagada.
*Es un texto de un trabajo para Taller de Escritura II
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