domingo, 26 de junio de 2011

Empezando a andar

La vida es muy larga. Cuanto más vas creciendo, más te das cuenta de que los ciclos son cada vez más largos y de que hay que plantearlos con paciencia. Al mismo tiempo, es necesario luchar contra la impaciencia y la desesperanza. Es muy costoso hacerlo, ya que exige sacrificios personales. Además, siempre estará esa vocecita que te pregunte al oído si merece la pena pensar a largo plazo. Porque cuando se mira al horizonte y no se ve el final del camino, es muy común dudar de si merece seguir caminando. Más aún cuando en la mochila vas apilando frustraciones y tristezas que hacen la travesía aún más incómoda. De hecho, pesan más cuando ciegan otras experiencias que deberían liberarte de ese peso. Es una espiral en la que está por un lado la frustración y por el otro la gratitud a la hora de hacer un balance del camino.

Unido a esta espiral, surge otro problema: la compresión de los sentimientos. Para avanzar muchas veces hay que dejar de mirar atrás o se tienen que cerrar los ojos. Sin embargo, eso no incluye que los problemas desaparezcan. De ahí que se tenga que comprimir esa angustia o tristeza con el fin de que no impida avanzar. Es cuestión de dar prioridad a lo que uno considera importante para su propia realización personal. Aun así, no se debe olvidar que hay que crear unos espacios para poder descomprimir y tratar esos sentimientos que incomodan por dentro. En el caso contrario, estos escaparán en el momento menos pensado e invadirán la mente, multiplicando la frustración y acabando con el ánimo hasta perder el norte. Es por eso que esto también debería aplicarse a los sentimientos positivos, ya que tanto lo negativo como lo positivo pueden hacer perder la noción de la realidad.

Aun así, habría que matizar que comprimir no es reprimir. Es diferente ignorar y hacer olvidar que dejar en un rincón para intentar tomarlo en cuenta en un momento más adecuado. Las cosas no siempre van al ritmo que se desea y los sentimientos no son una excepción. Suelen fluir sin que uno se dé cuenta y sin saber la raíz. Aun así, hay que intentar que esa racionalidad con la que se trata de organizar la vida no sea ciega a las emociones y haga del humano una máquina. Esto sería, de hecho, catastrófico, porque cada vez que se intenta modificar la naturaleza, ésta se impone. Es por ello que habría que buscar una especie de equilibrio entre la fría y calculadora racional y la salvaje emoción con el fin de hacer la convivencia con uno mismo y los demás más confortable.

Como decía la canción de Urtz “y si al caer se aprende a andar, empecemos a hacer el camino”.