lunes, 30 de agosto de 2010

Vidas públicas

El éxito de las redes sociales ha acentuado el acercamiento y el alejamiento entre los seres humanos, de tal manera que mientras menos conocemos a nuestro entorno real, más conocemos a nuestro entorno virtual. Asimismo, las distancias han quedado “virtualmente” barridas hasta el punto de que es posible tener más relación con alguien ajeno a tu cultura física que con tu propio padre. En sí esto no tiene porqué ser malo; lo pernicioso es cuando se abusa de ello. De hecho, las cosas en sí no son malas; sólo su uso lo convierte en negativo. Así, las redes sociales que han hecho que compartir material “intangible” sea tan fácil, se han convertido también en nuestro espejo y en una manera de proteger nuestra identidad. Vivimos en una época en la que nuestros seres están fragmentados: según el mundo en el que actuemos lo hacemos de una manera distinta y la red sólo se ha convertido en otro espacio público; quizás el más libre o el más utilizado; pero no por ello el mejor.

Al contrario de en la vida “real”, en la red todo queda archivado. Las palabras no son llevadas por el viento y con el material recogido se puede hacer un pequeño esbozo de los vaivenes de la vida; una especie de recorrido vital. En sí tampoco es malo; sin embargo la falta de intimidad puede convertir la vida de uno en un “show de Truman”. Los humanos somos curiosos por naturaleza y es probable que nuestra vida en Tuenti o Facebook tenga mucha más repercusión de la que pensamos. Nuestras fotos pueden ser vistas por gente que no conocemos que pueden montarse una película sobre nuestra vida. Sobre todo, cuando estas redes sociales sólo acentúan nuestro lado más “ocioso”. Así, mucha gente pensará que somos gente feliz, sin preocupaciones y se sentirá sola en su propio mundo con sus propias contradicciones. Nada más lejos de la realidad, ya que todos somos asquerosamente iguales.

Hace más de cincuenta años, George Orwell presentó un mundo controlado por cámaras. Hoy día, tenemos un mundo lleno de fotos y vídeos, en el que el control social es la matriz del sistema consumista en el que vivimos. Los seres humanos estamos sometidos a un control constante de nuestros gustos y hasta de nuestra imaginación. A veces no sabemos si somos nosotros quienes elegimos o son los demás los que nos eligen. Nuestra capacidad de decisión ha quedad diluida de tal manera que no sabemos si es la demanda quien oferta, o la oferta quien demanda. Lo que sí sabemos es la vida del vecino, esa vida que deseamos y que sea convertido en pública en un mundo privado. Al fin y al cabo, a Internet sólo accedemos unos cuantos privilegiados que nos creemos el centro del mundo. Aun así, Internet no tiene porqué ser malo. Internet es un medio para acercar a los que viven más lejos. El problema surge cuando lo de lejos queda cerca y lo de al lado es extraño o cuando nuestra intimidad se publica con nuestro propio consentimiento sin pensar en su utilización. Somos nuestros propios tiranos.

martes, 24 de agosto de 2010

De la lógica de la razón, a la ilógica del corazón

A P.G. y a F.I., a la espera de que pronto nos riamos al recordarlo.

Dicen que en una guerra, se encontraba un grupo de soldados ante dos puertas que tenían que abrir. La primera iba directamente a la muerte, la segunda sólo se sabía que se escuchaban gritos. Así, muchos se decidieron por la primera y murieron. Hasta que un día un aguerrido soldado decidió abrir la segunda y, ante su sorpresa, se encontró ante una minicadena en la que únicamente sonaban gritos: seguía vivo. Esta metáfora ilustra muchas veces el miedo del miedo del humano a la incertidumbre y explica por qué muchas veces prefiere inmolarse antes que lanzarse a una aventura en la que no sabe cómo acabará. Es el miedo al cambio y el pánico al fracaso. Un fracaso que por esa falta de coraje se sabe que llegará, pero que si uno se arriesga aún cabe posibilidad de triunfar. Sin comprar billetes de lotería nunca podrá tocar el premio.

En el amor pasa igual. Es el sentimiento que más pesa dentro de todos los humanos; porque es el más profundo y el que más mueve. Es por eso que hay tanto reparo a expresarlo en público, porque puede convertirse en un símbolo de debilidad. Un “te quiero” o una lágrima supone muchas veces un ridículo más que una liberación. Es lo que ocurre en mundo basado en lo estético, en el que todo está subyugado a la forma. Así, construimos identidad ascetas, basadas en lo superfluo, y que aplasta lo humano. No nos atrevemos a aceptar los retos y preferimos caer derrotados sin batalla. Siempre creemos que el mundo nos lo devolverá, pero lo que no recordamos es que si no luchamos nada vendrá a nosotros. Somos una generación extremamente conservadora, a veces diría que hasta reaccionaria. Por eso, muchas veces perdemos trenes por miedo a arriesgar. Unos trenes que pueden estar llenos de felicidad.

En estos momentos, la distancia es el problema. Creímos en la diosa tecnología, pensamos que con Internet las distancias se habían acabado. Nada más lejos, Madrid sigue a 500 kilómetros y París está casi a 1000. Aun así, esa no fue excusa para muchos que no les importo, cuando no existía teléfono o e-mail que acercasen virtualmente al otro, dar todo por una ilusión. Algunos cayeron, otros triunfaron: pero todos lucharon. Quizás sea hora de recordar la épica. Porque por mucha ropa que compremos, por mucho coche que tengamos, el corazón seguirá pidiendo gasolina. La razón excesivamente utiliza, convierte al corazón del hombre en un ábaco que calcula entre dolor y el amor para conseguir un equilibrio de cero grados: un teórico “ sin frío ni calor” que en realidad deja helado el corazón.

lunes, 9 de agosto de 2010

De la simbología

En la existencia del ser humano la simbología es esencial. Esta esconde, en sus formas, recuerdos y sensaciones que transportan a otros momentos o a otras situaciones; es, muchas veces, la expresión de unos sentimientos o, al revés, sirve como medio para expresarlos. Es por eso que es imprescindible tener una simbología propia, o identidad, pero también una dimensión colectiva de esta. De hecho, es importante saber separar ambas y tener una dispersión de símbolos que permita repartir el peso de estos sin perder la identidad propia. En otras palabras, evitar la centralización de sentimientos en unos símbolos compartidos que puedan ser fácilmente reversibles, pero al mismo tiempo, sin perder los propios rasgos. La falta de referentes puede llevar a una pérdida de lugar en el mundo y a la zozobra existencial. Es por eso que hay que labrar una simbología plural, basada en una estructura fuerte y estable. Hay, por ello, que tallar o adoptar unos símbolos individuales arraigados en la persona que puedan amoldarse a los vaivenes de la existencia. Son explicaciones confusas de cosas habituales.

Hay una forma más fácil de explicarlo: hay que buscar que nuestros símbolos primarios (nuestra ideología, filosofía de vida, equipo de fútbol, aficiones...) estén ajustados a valores perdurables en el tiempo como pueden ser la familia o los amigos. Es evidente que nada es para siempre, pero hay cosas que perduran más durante nuestra existencia. Por otro lado, es comprensible que a la hora de comenzar una relación amorosa existe una tendencia a escorar o adaptar esta simbología a la de la pareja. Es lo habitual en el “quit pro quo” que se supone una relación profunda, más aún cuando las ínfulas del amor hacen perder a uno la conciencia y lo mueven de su centralidad existencial. Sin embargo, existe también el riesgo de caer en la simbología de la pareja o, peor, abandonar parcialmente la propia simbología para adoptar una tercera nueva simbología. Este riesgo puede convertirse en drama cuando la relación se rompe, ya que lo que hace libre al humano es poder elegir sus compromisos o “ataduras”. El haber centralizado lo simbólico en una persona y haberlo perdido lleva a que ese universo en lugar de ser un lugar confortable, se convierta en una pesadilla y éste quede cautivo. Esa canción que antes hacía sonreír, ahora hace recordar la desgracia que supuso la ruptura. Más aún, cuando no existe ya un libro o un paseo que dar para levantar el ánimo.

La vida, al igual que las demás estructuras sociales compartidas, exige un equilibrio entre el universo propio y el compartido. Es por eso que, como en la democracia se necesitan contrapoderes, en la vida misma y en la simbología es imprescindible lo mismo. Cuanto más número de referentes tengamos y más fuertes sean, sin que diluyan nuestra personalidad en un camaleón sin esencia, más probable es que salgamos adelante. Pero para ello hay que trabajarlo y tener claro qué se quiere en cada momento y con qué se identifica uno. Este reto implica también marcar unas líneas entre los diferentes “cubículos” de la vida. No tienen porque ser vallas, pero no puede ser que alguien se las apropie. Al fin y al cabo, vivimos en la contradicción de ser un individuo político y social. Eso es, ser una persona que necesita a las demás, pero que no deja de estar sola ante el mundo. Eso sí, con ayudas y zancadilas.

lunes, 2 de agosto de 2010

Retrato de una generación

No estoy muy seguro, pero puede que la música que escuchamos representa a nuestra generación. Cuando digo representa, hablo de rasgos generales, ya que cada uno es de una forma de ser. Pero creo que sí hay una serie de rasgos comunes que nos identifican a todos. En nuestra generación la música escogida es la “indie”. Creo que nos representa a la perfección. “Indie” proviene de “independent” (independiente) y es la matriz de nuestra generación. En esta época cada uno se ha independizado de su vecino, de su prójimo y hasta de su familia para formar su pequeña república independiente y alternativa. Otro rasgo es la imagen que se da de sí mismo. Los “indie” parecen gente despreocupada estéticamente y que sufren por una existencia vacía. Sin embargo, su estética está medida al milímetro. La ropa, los gestos y hasta la forma de bailar está calculada para dar a entender esa paradoja de que “están atentos” a pasar de todo. En otras palabras, que cuidan el pasotismo. Además, toman unos gestos de sufridos, de gente que agoniza lentamente y tiene una existencia perra, mientras que son sofisticados y cuidan su propia destrucción. Pero su música dice otra cosa y creo que es en lo que representa mejor a nuestra generación: sufrimos “avant la lettre” y queremos desconectar. Creemos haberlo conocido todo, sin haber probado nada. Hemos “chupado” la resignación de nuestros padres hasta hacerla nuestra y nacer derrotados. Por eso, lo único que pedimos, y es lo que es un concierto de “indie”, es bailar, cantar, desfasar y sexo hasta que el cuerpo aguante. Somos unos pijos consentidos, pero no por ello peores que otras generaciones como la hyppie o Mayo del 68 que únicamente querían llamar la atención a la generación de sus padres sobre las contradicciones de un sistema que creían perfecto. La historia, en cierta manera, siempre será cíclica, ya que siempre habrá padres, hijos y hasta abuelos.