miércoles, 17 de noviembre de 2010

El valor del silencio

No sé si será por la socialización de las minicadenas o porque nos sentimos solos, pero es casi imposible, hoy día, tener un momento de silencio. De hecho, cuando éste llega suele ser bastante inesperado. El silencio, hoy día, es sinónimo de incomodidad o de trabajo forzado. Sólo ocurre en clase o cuando te olvidas del mp3. En los demás momentos, aun habiendo silencio externo, siempre suena algo. Hay gente que duerme con música u otros que la utilizan para llegar al sueño. Es algo que es frecuente en los jóvenes. Razones puede haber muchas: desde la costumbre, hasta falta de sexo (eso lo defendería Freud). Yo, sin embargo, creo que es porque tenemos miedo a estar solos.

En la sociedad actual parece que existe una carrera a ver quién tiene, de cara al público, la vida social más animada. Los Tuenti/ Facebook son los escaparates y nosotros el producto. Y como muchas veces, la calidad es antónimo de la calidad: tenemos muchos contactos, pero pocos amigos. Es por eso que buscamos todo el rato compañía (televisión, radio...). No queremos que nos vean solos, porque no queremos que piensen que estamos marginados, que vivimos al otro lado de la sociedad. Queremos estar integrados y, aunque eso no sea del todo negativo, esforzarnos por ello puede llevar a negarnos a nosotros mismos. Son muchos los que se perdieron a sí mismos por buscar a los demás. De ahí su frustración al ver su doble derrota: se habían perdido y no habían encontrado a nadie.

Negar la soledad y ahogar el silencio es antinatural. Como individuos que somos, necesitamos estar a solas con nosotros mismos para reflexionar sobre cómo encarar los avatares de la vida. Es algo habitual en todos, aunque hoy día la continua mercantilización del ocio nos haya llevado hasta el extremo de subordinar la reflexión personal a la diversión personal a través de la virtualidad del “otro”, lo que muchas veces significa jugar con uno mismo creyendo que hay “otro”. Es el desdoblamiento del ser entre lo “real” y lo “virtual”. También pasa que, en una conversación, siempre tenga que haber alguien hablando. Es como en las “nívolas” de Unamuno, cuando el autor introducía diálogos para evitar silencios. De ahí que cada vez que nos tumbemos en una cama y empecemos a reflexionar en silencio nos quedemos dormidos. No toleramos el silencio.

El silencio es símbolo de paz. Es, además, el mejor camino para llegar a la concentración y, si encuentras el camino, a la paz interior. El silencio ayuda a reflexionar, lo que conlleva ver la vida desde otros prismas distintos y dar rienda suelta a la cabeza. El silencio es también símbolo de dormir, de duelo, de respeto, de incredulidad... El silencio es, ante todo, un símbolo paradójico, que habla sin abrir la boca. Es un símbolo humano que dice más que mil palabras. El silencio es, ante todo, imprescindible y reconfortante. Es relax.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El coñazo de siempre

Nos quejamos de que todo sigue igual. Nos lamentamos de que los jóvenes no tenemos oportunidades, de que somos el “último mono” para cualquier empresa, de que nuestra temporalidad nos condiciona nuestro futuro. Este sistema no nos gusta, pero para olvidarlo compramos. Odiamos al jefe, pero no nos atrevemos nunca a plantarle cara. Decimos que no hay alternativas, pero no nos preocupamos por construirlas ni por darles vida. Todo está muerto, todo es una mierda, pero nos gusta. Somos cómodos. Nos gusta un estercolero con tal de tener cuatro cosas que nos distraigan. Nos inhibimos. Da igual lo que ocurra alrededor. Puede caer la Muralla China, pueden morir todos los niños de África que sólo nos acordaremos por la televisión o por un evento de Facebook. Total, ellos no han hecho nada por mí.

Me toca las narices que nos quejemos por todo, pero que no aportemos nada. Las alternativas participativas no nos gustan, nos resignan y ni siquiera participamos. El esfuerzo de mucha gente por cambiar los lugares en los que vive es en balde. Como nadie puede cambiar todo de la noche al día, nos dedicamos a la demagogia barata, al “¿y qué hay de lo mío?”, al destruir. Somos conservadores, egoístas y hasta un punto reaccionarios y eso siendo jóvenes. Queremos practicar sexo, pero insultamos a quién nos lo da. Nos queremos liberar, pero criminalizamos al que quiere cambiar. Pensamos que por renovar el móvil, el iPod o el ordenador estamos a la última y progresamos. Pues quizás, pero puede que también nos dé la sensación de que avanzamos, aunque en realidad lo que hagamos es retroceder. Lo peor es que lo sabemos de sobra. Pero nos da igual. Quejarnos sirve. Lava nuestra conciencia, aunque no nuestros pecados. Total, viviremos peor que nuestros padres. Eso sí, entretenidos.