El
otro día Martín me tocó al portal. Por fin había hablado con la
chica. Debió ser una conversación muy fructífera, porque no paró
de hablar durante todo el paseo. Se dio cuenta de que se la había
metido con sacacorchos, aunque se quedó con las ganas de quedar con
ella. “Soy un cabezón”, me confesó. Casi le abrazo. Llevamos un
montón de años repitiéndoselo y ha tenido que verse en el espejo
para darse cuenta. Luego me dijo que era por sus inseguridades.
“Hablando con ella, sentí como si hubiera cogido un atajo y
hubiera llegado al fondo de mis problemas”. “¿Qué quieres decir
con eso?” le pregunté. “Que es la hora de que me enfrente a mis
inseguridades, hoy y ahora”, zanjó. Lo afirmó seguro, “tengo
ganas y voluntad, ahora sólo falta paciencia y acertar, lo voy a
conseguir”.
Durante
el tiempo que estuvimos le noté bien, tranquilo, aunque me decía que
alternaba ratos tristes. “Me da pena que no haya salido, me cuesta
mucho conocer a chicas así”, se lamentó. En esos momentos le
venían recuerdos, recientes y antiguos, y todos tenían un patrón:
se sentía seguro. “Ese es el objetivo”, añadió. Martín sabía
que el proceso iba a ser largo. Ahora estaba en un momento más bajo,
pero sabía que con paciencia y tesón vendrían los ‘altos’.
También me confesó que echaba de menos sentirse deseado, “a todo
el mundo le sube la moral”. Antes de irse dejó una última
reflexión: “tengo una vía abierta, pero para saber si quiero
cerrarla o embarcarme, antes tengo que estar seguro de mí mismo”.
Hablaba de tener pareja. “¡Tantas vueltas para volver a los 15años!”, le contesté entre carcajadas. Y así nos despedimos. Yo
me fui a casa y él a seguir con el paseo. Cuando nos separamos pensé
que algo había cambiado en él, ahora sonríe.