miércoles, 23 de marzo de 2011

Sentir y pensar

Uno de los grandes problemas que ocurren hoy día es que pasan tantas cosas que no somos conscientes de ellas y no podemos disfrutarlas. Durante un día recibimos tanta información que nos es imposible asimilarla. Esta sobrecarga, además, conlleva que nuestra capacidad de atención se difumine. Así, pasamos a hacer dos cosas para, en el fondo, no hacer ninguna. Es uno de los símbolos de la atomización social en la que vivimos. Nunca hemos tenido tantos medios para comunicarnos, pero nunca hemos estado tan incomunicados. De hecho, ese es uno de los grandes problemas sociales actuales y tiene muchas ramificaciones en nuestra realidad diaria. La incomunicación actual ha llevado a una gran falta de empatía y comprensión, lo que ha promovido tener que amarrarse a ídolos como el dinero y el consumo que se han convertido en el santo y seña de la sociedad posmoderna. Como decía aquel, el problema de la sociedad actual es que no hemos vivido una guerra y que somos hijos de un Dios que no nos ha querido. Esto podría reformularse de otra manera: las grandes utopías se han convertido en distopías y es por eso que todo lo que unió a grupos sociales, los desune ahora.

Así, en Francia la antigua vanguardia proletaria se ha convertido en uno de los sectores que más votan al Frente Nacional. Del mismo modo, nosotros nos hemos nutrido de las grandes frustraciones de nuestros padres. Hemos perdido los grandes referentes y ahora nos amarramos a lo primero que tenemos y los objetos nos poseen. Si antes cada uno se representaba en una clase social o movimiento político, el imaginario colectivo ha hecho que cada uno se vea reflejado en un “grupo social”. Nuestras representaciones sociales, antes tan rígidas, se han flexibilizado. Esto ha traído sus beneficios como la aceptación de la pluralidad en la sociedad actual. No obstante, grandes han sido también sus desventajas. En muchos casos, la aceptación de la pluralidad responde más a una indiferencia que a la propia tolerancia. Aceptamos porque nos da igual lo que haga el otro y no porque seamos conscientes de que él o ella ha tomado otra opción diferente a la nuestra. Esto se traslada al conjunto de la sociedad. En la política, por ejemplo, queda reflejado en que dé la impresión de que los propios dirigentes únicamente buscan hablar y no escuchar lo que otros dicen. Lo extraño sería que lo hicieran, ya que son nuestro reflejo. No hay más que ver un debate en la televisión para darnos cuenta: los contertulios hablan y hablan amparándose en “es mi opinión y hay que respetarla”. Con la corrupción pasa de la misma manera, ¿cómo no va a ser corrupto alguien que en su sociedad no ha visto más que eso?

Aun así, para mí otro importante problema del que poco se habla y que creo que es importante a la hora de analizar esta sociedad actual es el espectro de las emociones. Durante la Historia, el hombre ha intentado controlar sus instintos más básicos para así poder convivir en grupo. Con el tiempo, éste se ha ido “civilizando” hasta llegar al punto en el que hoy día en Occidente se vive en una sociedad de masas. Esta sociedad se ha convertido en una sociedad en la que las personas pasan sin ni siquiera mirarse a los ojos y en el que la mayoría de las relaciones se circunscriben a intereses. De hecho, en muchas ocasiones se podría decir que vivimos en una “sociedad de interesados”. La superficialidad con el que se viven las relaciones humanas y confundir la supervivencia con el pragmatismo absoluto son los fundamentos de esta sociedad. Es un modelo de vida heredado del liberalismo en el que todos somos contrincantes y en el que no hay más regla que sobrevivir. Así, los instintos principales y las emociones quedan reducidos a simples medios sin ningún fin. De ahí la alienación en la que vivimos. Nuestra obsesión por ser seres racionales ha conllevado que hayamos olvidado nuestra humanidad. Las emociones, hoy día, son signos de debilidad, demencia o quedan sublimadas socialmente como Arte. De hecho, ocurre igual que con la cultura que al convertirse en folclore pierde su alma y su originalidad. Es pura banalización.

En la sociedad actual, es costumbre racionalizar todo y no dejar espacio para que las cosas fluyan. Somos impacientes y perdemos la perspectiva de las cosas para saciar al egoísta que llevamos dentro. Esto nos lleva al consumo compulsivo y al miedo a la incertidumbre, porque, ¿qué ocurre cuando los razonamientos fallan y lo que sientes no tiene explicación aparente? Pasa que tenemos miedo y nos escondemos. Nuestro mundo cae y somos incapaces de saber por dónde empezar a reconstruirlo, ya que en lugar de preguntarnos qué queríamos; decidimos buscar las soluciones. Sentimos un vacío interior que nuestros muebles de Ikea ni nuestro Iphone pueden llenar y es cuando nos acordamos de aquello que dejamos atrás: amigos, familia, agua, aire, risas... Es el momento en el que salimos de la pantalla en la que vivimos y decidimos mirar por la ventana y darnos cuenta de que estamos vivos; de que tenemos que ser conscientes de que tenemos que vivir para aspirar a ser felices.

Desde la Ilustración hasta hoy, hemos ido sustituyendo al “Viejo Dios Todopoderoso” por la Razón. Creímos que bajo su manto nos desarrollaríamos como sociedad, y así ha sido, pero su abusivo empleo nos ha convertido en monstruos (el paso del asesinato al genocidio). Al ver el mundo en su totalidad como una ecuación nos hemos olvidamos de que está vivo y de que nosotros habitamos en su interior: nos convertimos en objetos intercambiables obviando nuestra propia originalidad. Es por eso que creo que hay que recuperar nuestra humanidad. Está dentro de nosotros. Los humanos, como sujetos, nos diferenciamos de los objetos por nuestra capacidad para razonar y decidir, pero también por nuestras emociones y es equilibrando ambas partes la mejor manera de que esta vida no se convierta en una incógnita. Hay que sentir y pensar, pero no pensar o sentir.