lunes, 30 de noviembre de 2009

Una de héroes

Ser héroe está mal visto. Parece que es ser ególatra y prepotente, aparte de que siempre habrá alguien que saque algo oscuro. Pura envidia muchas veces. Sin embargo, para mí, siempre ha tenido connotaciones positivas. Héroe era aquel que hacía algo extraordinario que era a la vez bueno para la comunidad, aquel que dejaba a un lado su individuo y luchaba por el colectivo. Un ingenuo en estos tiempos que vuelan más que corren. En estos tiempos de identidades volátiles y libertad absoluta; de caos. Un caos organizado como el libre mercado, eso es que quien “puede elegir, elige”, pero quién no; se jode. Es lo que hay y a callar, o la policía del pensamiento (con sus múltiples disfraces) nos hará creer que vivimos en una sociedad libre. Quizás, pero igualitaria no. Y sin igualdad no hay libertad.

Hay diferentes tipos de héroes. La mayoría tienen super-poderes físicos o mentales, u ambos, que arreglan la vida de sus vecinos. No obstante, echo de menos que algún super-héroe tenga el super-poder del sentido común. No digo que los super-héroes no tengan méritos o que sus poderes sean estériles, sólo pienso que a veces lo que más necesitamos lo tenemos más cerca de lo que queremos/ pensamos. Hace tiempo que deseo con pasión poder ver más allá de lo superfluo; centrarme en lo esencial. Lo que pasa es que, las pocas veces que me he acercado al núcleo he pensado que me he vuelto loco. Y no soy el único. Seguro que quien ha llegado a una conclusión profunda sobre cualquier cosa que sobrevuela nuestro interior se habrá dado cuenta de la superficialidad que rodea a todo lo que nos rodea. Asusta cómo se diluyen los matices y cómo pasamos de Historia a historietas como si lo que pasó, con sus múltiples enfoques y vivencias, fueran un cuento. ¿O no lo es?

Yo sólo aspiré a ser el Guardián entre el Centeno, aquel que vigilaba el flujo de su pueblo. Pero sólo era un sueño, ese trabajo está cogido por la Ética. Pena que sea tan maltratada. Ahora tendré que buscarme otro trabajo más humano en esta guerra llamada sociedad neocapitalista, en la que el humano es el último factor que importa. Lo racional no tiene por qué ser siempre positivo, por lo que el pragmatismo tiene un límite. Una sociedad deshumanizada es un caldo de cultivo de totalitarismos. No olvidemos la Alemania Nazi, porque si lo hacemos es probable que vuelva con otra forma. Aunque nadie lo crea, es fácil controlarnos; únicamente hace falta una distracción. Y estamos trabajando en ello.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Desgranar

Lo esencial es invisible a los ojos” (Antoine de Saint Éxupery)

Vivimos en una sociedad visual. Una sociedad por la que con la vista se cree analizar todo y en la que los demás sentidos quedan relegados a un segundo plano en el que la vista no puede actuar. Ese en este “plano ciego” en el que conocemos otras realidades más allá de la que nos parece la más segura. Y esa seguridad no es más que un espejismo. La vista es fácil de engañar, tan fácil que no nos salta a la vista. No hay más que fijarse que lo que en realidad es paralelo a nosotros nos parece convergente o que nos vemos muchas veces más grandes de cosas que son muchos mayores que nosotros. Esto lo sabemos, ya que es evidente y porque nos lo enseñan. Sin embargo, otras cosas que no nos enseñan pasan de largo sin darnos cuenta.

Para saltar esa barrera que nos impone el cegarnos con la vista, es imprescindible la abstracción: el poder salir de una perspectiva personal para mirar las cosas con una perspectiva más amplia que abarque el tema sin condicionantes. Es, en otras palabras, subir a la terraza para analizar el problema surgido en la calle. El salir de la realidad y obviar lo superfluo para centrarse en la base del conflicto. Ese aspecto tan esencial en nuestra vida, un aspecto racional, lógico y positivo, no es común en nosotros. En los conflictos no separamos el grano y la paja, y muchas veces nos quedamos con la paja. Es más, muchas veces diría que la realidad es una convención social en la que hay mucha paja y poco grano. En la que se llama loco a quien se centra en el grano y se premia a quien se centra en la paja.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

La dictadura de la opinión y del 'yo'

En la época actual, a diferencia de las anteriores, la educación y las nuevas tecnologías han socializado la cultura. Tenemos, en teoría, los medios suficientes para tener una base que nos permita, al menos, entender generalidades. Pero eso no impide que nuestras carencias sean copiosas, ya que cuanto más sabemos; más desconocemos. Es un axioma sencillo, porque en cuánto crece nuestra preparación se amplían nuestros horizontes intelectuales. ¿Axioma o paradoja?

Aun así, el hombre humano es petulante por naturaleza. Pensamos que por subir un peldaño en la carrera infinita por el saber infinito hemos alcanzado la cima o, por lo hemos, que podemos montar un campamento base en el que aposentarnos. No es mala idea. El cerebro, al igual que las demás partes del cuerpo humano, necesita descanso. No obstante, el problema viene cuando creemos que nuestra mediocridad es sabia y pasamos de opinar a sentar cátedra; cuando creemos saber y dejamos de “no saber nada”. Esa soberbia, hija de la vanidad, nos condena al autismo intelectual. Pensar en nuestra erudición y dejar de escuchar a los demás es el primer paso hacia el deceso intelectual.

Y este defecto ocurre en nuestra sociedad actual. Tenemos en los medios de comunicación a muchos hombres y mujeres, con sus nombres y apellidos, que postulan sobre temas que desconocen. Son “catedráticos de manual”. Basan sus argumentos en banalidades y se dedican únicamente a graznar sin escuchar aportaciones ajenas. Es una sordera hecha por gritos que lo único que construye son muros infranqueables que bloquean cualquier discusión.

Las tertulias actuales se han convertido en campos de gente que afirmar sin escuchar, que enseña sin aprender y que se dedica a preguntar sin esperar la respuesta. Gente que para lo único que discute es para desahogarse y no para llegar a una conclusión, como quien tira la basura a un contenedor mientras espera que alguien vaya a recogerlo luego. Es la dictadura de la opinión en la que el argumento no es más que un mero instrumento para expresarse y no un medio para convencer; una vacuidad intrascendente que permite a uno escucharse. Una vanidad yoica que legitima ante el público que quien más grita tiene la razón. Y eso no tiene por qué ser así.