lunes, 26 de abril de 2010

Martín

Martín era el caballero de la triste figura de su clase. Era un chico de mediana altura, moreno y con la cabeza en el cielo. Se pasaba las horas pensando en que el mundo podía ser mejor a pesar de que no le fuera del todo bien. Los estudios le iban de maravilla, la familia y los amigos también. Los sueños, sin embargo, no le iban tan bien. Quería ser algo, pero no sabía qué. Martín era un chico lector, reflexivo. Le daba vueltas a la cabeza sin parar. Muchas veces perdía el control y la lógica. Una vez dijo que el mundo era un cuadro que se pintaba cada día. Igual tuvo razón, quién sabe. Nadie es dueño del futuro, es cosa de todos. Era un idealista. Por eso, el mundo no estaba hecho para él. Creía en la ética, los valores y la caballerosidad. Quería ser un “buen hombre”. Era difícil. En un mundo tan competitivo como el suyo era tremendamente complicado.

Un día llegó a clase creyendo que debía hacer el bien. Era su mayor ilusión. Quería ser feliz haciendo feliz a los demás. Sabía que los sentimientos eran parte de la intimidad de uno, pero que tenían mucho que ver con la relación con los demás. “Somos seres sociales” solía predicar. Era el desierto. Aun así, a él poco le importaba. Sus amigos eran como él. Eran unos idealistas encerrados en una sociedad demasiado pragmática. Sufrían juntos por el devenir de la sociedad y esbozaban en cinco minutos un futuro mejor. Pintaban otro mundo en el que la Justicia y la Solidaridad empatizaban con la Libertad. No había competitividad ni comparaciones, cada cosa tenía su justo peso. El equilibrio era ese deseo inalcanzable; uno de esos sueños que, como el amanecer, se aleja cuánto más se acerca. Paradojas de un soñador.

Acabó el colegio, se terminó la niñez y llegó la adolescencia. Tiempos de turbulencias, de aprendizaje y de nuevas experiencias. Tenía mucho miedo. Martín no sabía qué le iba a ocurrir. Sabía que iba a salir herido de esa época. Es más, era consciente de que ya había empezado a sangrar. Veía crecer a sus compañeros y amigos que probaban nuevas experiencias y que le dejaban atrás. Martín también quería, aunque sabía que algunas no debía probarlas jamás. Perdió mucha diversión por moderarse y un par de amores se le fueron por tímido. Martín quería “hacer las cosas bien”. Pero no le salían. Buscaba con ahínco a aquella que saciaría su soledad espiritual, a aquella que le alegraría cuando nada podía sacarle de la desdicha. Desechaba a quien utilizaba a la gente como medio; eran un fin. “La alegría no es tan alegre si las celebras solo”, repetía muchas veces. Él era así.

En tercero de carrera, Martín conoció a Sofía. Era una chica guapa, alta, de las que hacían suspirar a sus compañeros de clase. Ella se fijó en él; él estaba en su mundo. La perdió. Años después se dio cuenta de ello; craso error. Podría haber sido bonito. Entonces, Martín empezó a atar cabos. Recordaba sus miradas incisivas, sus sonrisas cómplices y su dulzura. Lo pasó mal. Sin embargo, sabía que había que seguir adelante. Le felicitó por su felicidad y siguió con su vida. Sin sobresaltos. Consiguió escribir algunos versos amargos sobre aquello. Decían así: “tú que jalonaste mi felicidad/ ahora medras mi tristeza/ tristes tardes de ayer/ primero fueron alegrías/ nunca lo supe/ lo siento”. Pedía perdón por aquello que no había hecho, sin reparar en todo lo que hizo. Sus amigos se lo recordaban.

Martín sigue hoy en día escribiendo algunos versos. Es su pasatiempos. Sus amigos le reconocen su habilidad. Como ellos, tiene alma de bardo; se siente un caballero perdido en un tiempo de “tenorios”. El idealismo no ha muerto en él. Su inquebrantable optimismo le hace creer que tiempos mejores vendrán. Quizás sea verdad, pero los viejos nunca volverán. Para calmar esa ansiedad él escribe sin parar “tiempos que van/ nunca vuelven/ ilusiones que fueron fuego/ en ceniza se convirtieron”, un himno que reivindica a los perdedores de esta existencia que se niegan a serlo. Es su lucha por la supervivencia. Vivir solo, pero sin morir en soledad. Es por eso que afirma sin parar “nunca tendré mujer/ nunca podré amar/ pero siempre tendré algo que alegrar/ perdí por miedo lo que pude ganar/ la vida es muy larga para no remontar/ larga vida a mi alegría/ otras bondades me llegarán”.

Un canto a la esperanza.

miércoles, 21 de abril de 2010

El cambio social

El cambio social se esconde en todos nuestros actos. Nosotros, como agentes activos que somos, influimos en nuestro entorno; hacemos que varíen las situaciones. Por eso, quién quiere cambiar al mundo debe empezar por cambiarse. Tiene que adaptar sus moldes mentales al objetivo que desea conseguir. Sólo así será coherente con su conciencia. Al fin de al cabo, excusas hay muchas; pero razones hay pocas para seguir igual. No hablo de grandes revoluciones bañadas de sangre y fundadas en la manipulación y el engaño de las masas sociales desfavorecidas; sino de cambios cualitativos en tu entorno que haga posible que los entornos de alrededor cambien también. Es cuestión de compromiso y de amor al prójimo y a uno mismo. Es también compartir con los demás tu visión del mundo y aplicarla en la medida de lo posible. La “Justicia”, la “Libertad” o la “Igualdad” están en nuestras manos, porque son acciones que ejercemos constantemente en nuestras vidas. Son ideas que se reflejan en nuestras acciones.

La revolución es el cambio brusco. Es un símbolo. La realidad es más terca y nos enseña que para cambiar se necesita una transición. Los moldes mentales son rígidos y los cambios bruscos son cada vez peor recibidos. Tenemos miedo a lo diferente. Queremos creer que tenemos todo bajo control, a pesar de que sepamos que es imposible. Sorprende muchas veces la involución que damos los humanos en cuanto olvidamos que también hemos sufrido. Nos relajamos y empezamos a ceder hasta que vemos las orejas al lobo. Aun así, hay cosas que nunca cambian. Suelen ser, mayormente, los fracasos que da esta vida. Esos que tapan nuestras virtudes y nos ponen “las gafas negras” para percibir la realidad. Esos miedos que se transforman, pero cuya base es la misma. Ese perdón que debiste dar. La venganza es agradable a corto plazo, pero el perdón es eterno. Esa mujer que no debiste dejar pasar. Arrepentirse es sentirse derrotado por no haber dejado hablar al corazón. Al final, es él quién mejor explica nuestros sentimientos. No habla, únicamente siente.

La vida parece que no cambia. Los humanos no percibimos el paso del tiempo hasta que echamos la vista atrás. Recogemos la memoria y nos lanzamos a la ilusión por un futuro apasionante. Es la ilusión el mayor arma del hombre, pero como todos es de doble filo. El cambio social depende de nosotros y sin una ilusión que lo alimente no hay otro mundo posible. Por eso, es necesario muchas veces mirar hacia abajo para mirar hacia el futuro, porque el problema no estriba en cuántas veces caemos; sino en cuántas nos levantamos. Lo que no nos destruye, nos hace fuertes y por eso, de cada golpe, debemos aprender para la próxima vez. La lucha es larga y el cambio es difícil. Es una pelea contra uno mismo y contra los demás, pero contamos con uno mismo y con los demás. Las crisis son oportunidades para cambiar.

sábado, 17 de abril de 2010

Un yogurt caducado

Dicen que somos pura contradicción, que somos incoherentes y que, por ello, somos imperfectos. En efecto, tienen razón quienes afirman con rotundidad que no hacemos lo que queremos; sino que hacemos lo que podemos. Lo que quizá no reflexionan los que nos acusan de tamaño pecado, quienes lo hacen; claro, es que existe una contradicción entre el mundo personal (la conciencia personal; el monólogo interior) y el mundo colectivo (la sociedad). Vivir en sociedad nos obliga a cejar en algunos de nuestros empeños para que otros puedan vivir. Es cuestión de “bien común” y de no obcecarse con uno mismo. Al fin de al cabo, y aunque no nos guste, somos animales sociales que vivimos en comunidad. Es imposible que nosotros vivamos atomizados, porque dejaríamos de ser humanos. De hecho, no existimos si nadie da noticia de que estamos presentes. Por eso, se podría decir que somos inmortales en la medida que nos recuerdan. Aunque nuestra materia se haya transformado y nuestro espíritu haya volado en mil pedazos.

Dentro de nuestras contradicciones las hay que son secundarias y existe también la principal. Ésta es el motor de nuestra vida. Dentro de las contradicciones existen los factores internos; aquellos que son “eternos”, y los externos; los que se crean según el contexto. Estos últimos son transformables con el tiempo. Asimismo, está el aspecto principal de la contradicción y el no-principal. El primero se impone sobre el otro y cuando evoluciona; el primero se destruye y el segundo pasa a ser aspecto principal se produce un cambio cualitativo. Algo así como un cambio estructural en la contradicción; al mismo tiempo que se crea una nueva y así hasta el fin de los días y en toda la materia existente en este planeta. ¿Y esto por qué? Porque es la mejor manera de explicar nuestros sentimientos. Tenemos una contradicción principal, esa que consigue dominar a las demás. En otras palabras, cuando te sonríe la mujer o el hombre que amas se te nubla la vista y los problemas se camuflan en oportunidades. Si ocurre, sin embargo, que se comporta de manera extraña contigo; los problemas se agudizan y el mundo parece acabarse. La contradicción principal se impone sobre todos los demás; fruto de nuestra visión “unilateral” del mundo. ¡Porca miseria!

Y así está el yogurt caducado esperando en la nevera a que lo pruebes para dejarte K.O. durante el periodo de tiempo posible para que tu sueño no se haga realidad y el cambio cualitativo que dé la contradicción sea negativo para tus intereses. Nadie dijo que iba a ser fácil, pero nadie esperaba que fuera a ser tan difícil ni complejo. Nunca supimos qué pensaría ni qué sentiría, pero ambos lo quisimos saber. Las nubes arreglaron un día soleado, mientras que los pájaros cantaban tu destrucción. ¿Lo quisiste así? Nunca te preguntaron. Tú intentaste hacerlo bien, pero no lo conseguiste. Está en camino, ¿hacia dónde? Cumpliste con tu cometido, hiciste lo correcto, debes estar contento aunque el resultado pueda ser desastroso. Te equivocaste; a veces hacer lo que uno cree sinceramente que debe hacer (jugar sin trampas y sin utilizar a los demás) te lleva a comerte el yogurt caducado. Aun así, haber ingerido tamaño producto puede enseñarte, a la larga, que ser feliz es a veces más fácil de lo que parece y que toda lucha merece la pena según el bien que te vaya a reportar a ti a través de la felicidad de los demás. Sin utilizar a nadie ni jugar con la gente; estar orgulloso de lo hecho aun cayendo derrotado. Soy ingenuo; C’est la vie!

jueves, 15 de abril de 2010

Muchas veces

Muchas veces por hacer las cosas no encuentras el resultado que quieres. Es así; haces lo que crees correcto y te equivocas, o no. Suele pasar que muchas veces las cosas son a largo plazo y justifican un presente amargo. Otras veces no ocurre igual y vuelves a perder otra vez; hasta la derrota final dicen. Aun así, en el presente te acuerdas de todo lo que vales y de todo lo que haces mal y te lamentas de tener lo que no tienes. El problema es cuando es la contradicción principal la que sangra; el dolor es intenso y cada minuto que pasa es peor. Tragas tus sentimientos, te callas lo que piensas y calculas para acertar. Pero también fallas y el mundo se cae; un mundo que siente y padece lo que tú, porque te desdoblas en él.

Muchas veces pienso que nos hemos equivocado de objetivo. Somos demasiado “cerebrales” e “informales” para poder ejercer de Don Juan. Somos descuidados e independientes; gente de esa que se supone hay que ser pero que nadie es. Tenemos defectos también; nos pasamos con lo que no debemos y claudicamos en lo más básico; en nuestra contradicción principal, aquella que mueve a las personas. Somos aspirantes a poetas caídos; a románticos que acumularon el sufrimiento que los demás no decían ver. Somos los que caemos, pero también los que nos levantamos. Y un día venceremos; ganaremos todos, porque la vida pone a cada uno en su sitio. Somos pura contradicción y nadie nos enseña a vivir. Somos derrotados perpetuos.

martes, 6 de abril de 2010

Miedo al éxito

La realidad a veces se parece tanto a los sueños que su relación la desvirtúa. Puede que estés a punto de conseguir alcanzar algo que deseabas tanto, que ya no sabes cuánto lo deseas y, aunque tengas bien planteado qué hacer se desvanezca sin poder hacer nada. Los planes caen como un castillo de naipes y vuelves a estar solo ante el caramelo, pero sin saber cómo cogerlo y haces lo que tu instinto te indica y lo pierdes. Luego te acuerdas de lo cerca que lo tuviste y juras que jamás volverás a perderlo; pero lo haces.

Muchas veces pienso que si pudiéramos hacer saltar nuestros sentimientos sin intermediarios, justo en su pureza, podría ser más felices y alcanzar lo que deseamos. Pero mientras no se pueda, seguiremos perdiéndonos en los miedos y fobias; dejando pasar oportunidades que quizá nunca vuelvan. Así nacieron los poetas y así morirán muchos. Quizás yo también.