La vida es un continuo movimiento. Por mucho que nos empeñemos en dividir la vida en cachos, ésta no para hasta que acaba con nosotros. Somos jóvenes, niños, adultos, mayores, pero somos. El tiempo pasa y vamos cambiando sin darnos cuenta. Si nos hiciéramos una foto al día y las mirásemos durante un mes veríamos que hemos cambiado bastante en un simple. Pero como vivimos apegados a nosotros mismos y no nos fijamos en nuestros detalles, pensamos que seguimos igual. Sólo a veces, al mirar atrás, nos damos cuenta de que hemos cambiado, pero tendríamos imposible decir cuándo lo hemos hecho. Es como que es imposible delimitar en qué momento estamos dormidos y en cuál despiertos; son procesos.
Y a pesar de que estemos en un cambio continuo, hay épocas en las que éstos son mucho más notables. Son momentos en los que estamos perdidos, desequilibrados y no encontramos nuestro sitio en el mundo. Estamos nerviosos, fuera de juego y sin una ilusión concreta. Son los momentos en los que reflexionamos sobre nuestra existencia, damos vueltas a qué queremos hacer con nuestra vida y a cómo queremos hacerlo. Es cuando notamos el vacío existencial que rodea a nuestras vidas, que las quita el sentido absoluto que tiene y la vuelve relativa. Pensamos en el sentido que tiene nuestra vida y que, por mucho que lo busquemos, no lo encontraremos. Está en nosotros mismos y depende del que nosotros le demos. Quizás no estemos aquí con algún sentido, pero hay que intentar disfrutar y para eso hay que encontrar un sitio para cada momento. Vivimos en movimiento, por lo que nada es para siempre, ya que todo fluye.
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