martes, 25 de marzo de 2008

Crónicas de Vista Alegre (I)

Como cada domingo, Eva iba a misa a redimir sus pecados. Como buena cristiana, católica, apostólica y romana iba puntualmente al confesionario. Allí, contaba al cura lo malo que había sido esa semana y volvía con la conciencia tranquila tras ser perdonada. Era algo automático; antes de ir al confesionario se sentía mal consigo misma y después estaba aliviada. Eva no era una mala chica. Era cándida e ingenua y como todas las niñas de su edad se preocupaba por las notas, salir a dar una vuelta y los chicos. En casa, solía ayudar a sus padres y era buena con sus hermanos pequeños a los que cuidaba cada vez que sus padres no podían. No era extraño que algún sábado que otro se quedase en casa en vez de salir.

Este domingo era diferente; era el domingo de Resurrección. En esta fiesta conmemorativa de la subida de Jesucristo a los cielos, el cura que confesaba era otro. Este era un párroco que sólo venía en días señalados. Se llamaba Luis Etxebarria, pero todos le llamaban “Aita Etxebarria”. Era un hombre viejo, malhumorado y muy cascado. Había estudiado en el seminario de Derio, donde se le habían pegado malos vicios. Además, tenía una tendencia compulsiva a la buena vida. Avaricioso, con el dinero de la iglesia preparaba buenas comidas y timbas. De moral dudosa, condenaba al infierno a unos, mientras que enviaba al cielo a otros según le convenía. Hombre vanidoso, se creía inteligente y buen orador, aunque simplemente repitiese las palabras de otros. Tal era su arrogancia, que en los sermones no dejaba a títere con cabeza, creyéndose el único en portar la razón. En el barrio, todo el mundo le tenía miedo ya que conocían sus influencias y su poder. Por eso, cada vez que venía a confesar, todos iban uno a uno contando sus pecados y pagando el diezmo eclesiástico, ya obsoleto pero que seguía vigente en aquella parroquia.

Eva, como todos los años, estaba nerviosa. Le temblaba todo el cuerpo y apenas podía andar. Con voz temblorosa y con un billete, se dirigió al confesionario, ahí se arrodilló después de darle el dinero.

- Hola hija, ¿algún pecado que debas confesarme?—le preguntó el Padre tras recibir el diezmo.

-

- ¿Cuáles?

- Bueno, he sido mala con mi hermano y mi hermana, he hecho enfadarse a mis padres y hago cosas que no debería... – dijo temblorosa Eva.

- Ay hija, eso hay que remediar, pero, dime, ¿eres buena en casa?

- Bueno... – respondió dubitativa

- ¿Lo intentas? – preguntó amablemente el Padre.

- Sí – aseveró ella.

- Bueno, pues intenta que siga siendo así y mejora lo que estés haciendo.

- Vale.

- Sin pecado concebido, puedes marchar en paz.

Eva salió aliviada de aquella prueba. Tras la misa, fueron a casa. Allí, Miguel, el hermano de Eva, la dio un papel: el cura la llamaba para cantar con el coro. Según ponía, era la voz que necesitaban en misa. Su madre se puso muy contenta tras conocer la buena nueva. En aquella parroquia, era muy difícil entrar al coro. Sólo los hijos de la gente importante del barrio pertenecían, es más, muchos de ellos, habían pagado un elevado diezmo para poder entrar. En cambio, gracias a Eva, su familia se iba a sentar adelante, con los importantes, y sin soltar un duro. Y es que esa parroquia era muy selectiva. La iglesia estaba dividida en varios sectores; adelante estaban los niños, detrás los más ricos y al fondo y a los lados los menos pudientes. Los pobres se quedaban fuera pidiendo dinero ya que no pegaban con el pintoresco paisaje. Las misas más que un acto religioso, servían para mostrar quién era el más pudiente del barrio. Así, cada familia competía a ver quién era más petulante y opulenta. Además, intentaban mostrar una felicidad tan aparente como su estilo. Para eso, iban a misa, desde el abuelo hasta el nieto, con una sonrisa de oreja a oreja. Primero llegaba el abuelo con su mujer, que vestía pieles, luego llegaban los hijos con sus cónyuges y sus hijos, éstos siempre vestidos con ropa importada, y como siempre llegaba algún sobrino rezagado. Al entrar, saludaban a todo el mundo y se ponían a hablar. Los mayores hablaban de sus épocas gloriosas, las mujeres cotilleaban y los hombres discutían de política y economía mientras sus hijos jugaban entre ellos. Había una familia que destacaba entre todas; eran los Areilza. Estos eran la viva imagen del sistema social del barrio. El “Padrino” era José de Areilza que era un fruto de la “meritocracia”.De buena familia, estudió y trabajo a destajo hasta conseguir dinero suficiente para poder vivir bien. Además, tuvo suerte en sus inversiones que le llevaron a amasar una fortuna de la cual vivía su desdencia. Su mujer, María, era la típica mujer florero. Cotilla por naturaleza, se pasaba todo el día en casa sin saber qué hacer. Cuando se aburría, quedaba con sus amigas, igual de aburridas que ella, y despachaban a destajo sobre la vida social del barrio. A pesar de su tranquila existencia, inculcó en sus hijos el valor del trabajo que ella nunca hizo. Y es que los Areilza tuvieron 3 hijos muy diferentes. Por un lado, estaban los dos chicos Enrique y Julio y por el otro Amelia, la chica. Amelia estaba entre los dos chicos y ello le influyó mucho. Aprendió de Enrique a trabajar y de Julio a protestar. Soñadora por definición, vivía en las nubes. Deseaba un mundo diferente y más justo. Todas las ideas que defendía las contradecía en la practica o eran simplemente elucubraciones suyas. Defendía a la mujer trabajadora, pero ella lo hacía en casa, defendía el sufragio universal pero no quería que todas las ideas se presentasen. Además, soñaba con una sociedad donde todos dispusiéramos de todo y fuera eso infinito para así no haber pobres, sino ricos. Su utopía era un Jolaseta a escala mundial, dónde las mujeres tomasen el té con sus amigas mientras sus maridos discutían de temas “importantes”. Amelia estaba casada con un industrial, del que vivía, y tenía dos hijos; Juan y Amelia, cada uno más petulante que el otro. Julio, que era el pequeño, era un romántico. De vida bohemia, creía en las causas perdidas y soñaba con ser un poeta francés. De naturaleza rebelde y algo arrogante, vivía en un ático pagado por su padre para que dejase de dar la petardada en casa. Y es que Julio se pasaba todo el día protestando en casa sin pegar un palo al agua, justo lo que odiaba su padre. Enrique era todo lo contrario, de carácter reservado; vivía por y para sí mismo. Gran abogado, no salía de las cuatro paredes de su despacho más que para volver a casa. Ahí, daba lo poco que le quedaba a sus hijos Gabriel y Lucía. Aun así, vivía obsesionado con su trabajo. Parecía que quería distraerse de su amarga existencia con la abogacía. Enrique estaba casado con una mujer a la que no quería, no obstante, no podía abandonarla porque estaba mal visto por su familia. Clara, como se llamaba ella, se casó por interés y acabó perdidamente enamorada de su marido aunque tenía muchos amantes. Así, intentaba olvidar el fracaso de su matrimonio; su marido la odiaba. Pese a esa frustración, aparentaban ser felices en el barrio.

En el barrio, todos los tomaban como ejemplo a seguir y algunos soñaban con casar a sus hijos con alguno de ellos. La madre de Eva se puso muy contenta al ver que su hija iba a cantar con Lucía y Amelia en el coro de la iglesia.

3 comentarios:

Nerea dijo...

Me ha recordado inevitablemente a El Árbol de la Ciencia, y no sé si es una observación apropiada porque lo leí hace un montonazo. Tengo que volver a leer ese libro...
Pero de todas maneras me ha gustado mucho. Un principio muy descriptivo. Me gusta.

PD: Son las 7:52 de la mañana... Qué sueño tengo.

Bruno Sans Sánchez dijo...

¡¡Demonios Jon!!
¡¡Para cuando lo bueno!!
Un convento oscuro, un hunguento pagado con dinero dudosamente bien invertido, perrito y demás.
¡No me hagas esto!

Nerea dijo...

Justo oraintxe berdina irakurri dut Txoporen blogean. Gogo handiz itxaroten ari naiz!!