martes, 1 de abril de 2008

Crónicas de Vista Alegre (II)

El tiempo pasaba, inexorable, y el primer ensayo se acercaba. Eva se iba poniendo nerviosa mientras que su madre cada día se sentía más orgullosa de ella. Pensaba que ahora que su hija estaba en el coro de la Iglesia, ella podía andar orgullosa por el barrio. Y es que la madre de Eva no era una mujer al uso. Mujer clásica, adoraba a los notables del barrio y se sentía acomplejada por no pertenecer a ese selecto grupo. De rostro sonriente y gesto amable, tenía como ambición ascender socialmente y veía en su hija la oportunidad de convertirse en una señora adinerada y admirada por su estilo y su familia. En el fondo, deseaba ser vanidosa y sentirse superior a los demás para poder, así, dejar a un lado todos sus complejos. Y así, llegó el primer ensayo del coro. Eva era un chica tímida. Vestida con un precioso vestido rojo, se presentó, llena de nervios, en la Iglesia. Para sorpresa mayor, con un chorro de voz imponente a la vez que dulce, cantó con destreza y destacó sobre los demás. Eva demostró que tenía aptitudes para la música. En poco tiempo, ascendió hasta ser la primera voz del coro. Eso provocó muchas envidias. El Aita Etxebarria, director de la coral, tuvo que aguantar muchas presiones por parte de las familias notables del barrio. Los Areilza, los más notables, amenazaron con dejar de ir a misa si no era una de sus nietas quién llevaba la voz cantante en el coro. La familia de Eva, que empezó a integrarse en la elite del barrio, sufrió vejaciones. Les reprochaban que se les había subido el éxito en la cabeza y que, a pesar de que su hija estuviera en el coro de la Iglesia, nunca llegarían a ser como ellos. Así, la madre de Eva, cayó en una depresión. De pronto, todos sus sueños de grandeza se habían derrumbado. Pero quién peor lo pasó fue Eva. Amelia, hija de Areilza, la hizo la vida imposible desde el primer día. Era una niña muy guapa de cara sonrojada con pinta de “niña buena”, pero petulante y vanidosa de carácter. Amable con quien quería, aprovechaba su superioridad social para martirizar a quien creía inferior. Al igual que su padre, creía en la sangre ante todo. En casa había aprendido a defender el determinismo social y su inmovilidad, eso es que quién nacía pobre moría pobre y quién nacía dichoso, moriría igual. Se veía como una princesa de cuento en busca de su príncipe azul. Así, su única meta en la vida era casarse con algún noble adinerado y vivir en su fastuosa casa rodeada de una muchedumbre de sirvientes que la hiciesen todas las tareas del hogar mientras ella se peinaba y se contemplaba en el espejo. Así que no era raro que Eva acabase los ensayos entre sollozos. Cada prueba se convertía en un aluvión de insultos y reproches. Amelia la echaba en cara su orígenes humildes. Así, solía decir que Eva nunca llegaría ser una señorita como ella, si no que en cuanto su voz se estropease, iba a acabar siendo su sirvienta. Frases como “acabarás limpiando la mierda de mi casa” o “acabarás cantando nanas a mis hijos” eran casi naturales a cada ensayo del coro. Pero Eva resistía. Sabía que de su éxito en el coro dependía el estado de ánimo de su madre. Además, cuanto más le insultaban, mejor cantaba. Poco a poco, se convirtió en la “protegida” de Etxebarria. Él reprobaba a Amelia quién le desafiaba constantemente. Aun así, cada día era más insostenible la situación de Eva ya que los insultos eran constantes. No sólo era reprendida en los ensayos, si no también en las misas donde la familia Areilza la miraba con malas caras y mascullaban insultos. Eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. En la calle, la gente miraba mal a Eva. La presión era cada vez mayor y todo reventó cuando Eva hizo un “gallo” mientras cantaba. Era en el Ángelus. La iglesia empezó a reír y Eva salió corriendo. En la calle, se sentó en un banco próximo. Pronto, se acercó su madre a consolarla.

—¿Estás bien, hija? — le preguntó su madre preocupada ante lo acontecido. Era de esas típicas preguntas estúpidas, hechas para romper el silencio, que irritan a cualquiera.

No — respondió, evidentemente, Eva.

¿Qué te pasa? —volvió a preguntar su madre mientras se acercaba a su hija.

No quiero cantar,— respondió al instante— no quiero saber nada más del coro.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué no quieres seguir? — reiteró su madre frunciendo el ceño. Parecía preocupada, sorprendida y asustada al mismo tiempo.—¿Acaso no te gusta cantar?

Cantar sí me gusta —respondió firmemente Eva— lo que no me gusta es el coro. Ahí no canta quien quiere, si no quien paga.

No digas tonterías, nosotros no hemos pagado para que cantes — aseveró su madre. Estaba exaltada por las palabras de su hija, era la primera vez que la oía quejarse abiertamente del coro. Ella no quería que lo dejase. Pensaba más en sí misma que en su hija. No comprendía la presión a la que estaba sometida su hija y sólo quería verla entre los notables del barrio y así, hacerse un hueco junto a ella.

Ya, ¿y qué? ¿Qué mérito tiene? ¿Acaso cantar en esta coral lo tiene? Aquí canta quien Etxebarria quiera. Muchos que merecen cantar no lo están porque sus familias no han pagado diezmos o no tragan con sus sermones. Hay un proselitismo claro en esta parroquia — Su madre se quedó boquiabierta, no esperaba oír estas palabras de la boca de su hija. Ese vocabulario tan culto no era propio de ella.—No quiero volver a esta parroquia tan sectaria.

¿De dónde has sacado esas ideas y esas palabrotas? — preguntó enojada.

De los libros, sé leer, ¿sabes?.— dijo irónicamente. Cada palabra dejaba más sorprendida a su madre que veía como su hija se había convertido en una mujer independiente y le levantaba la voz. Con una mezcla de resignación, miedo y soberbia le pegó un bofetón y le mandó callar —Tú cantarás y harás lo que yo te diga— Eva se puso a llorar y se marchó desolada. No estaba orgullosa de su desaire, pero no tenía ganas de seguir discutiendo con su madre. Era la primera vez que le había contradicho y contesta de esa manera. Su simpatía por la música estaba agotándose y lo poco que le quedaba se lo había llevado su madre con aquel bofetón. A pesar de ello, Eva no quería decepcionarla de ninguna manera y pensaba continuar en el coro. En el fondo, se sentía débil y perdidad, era la primera vez que decidía algo de tal calada por sí misma. Además, tenía miedo a las represalias de su madre. Sabía que era una mujer muy débil y vulnerable con los demás, además de caprichosa, pero que con los de casa era todo lo contrario; era mandona, severa y rencorosa. Además, tenía pánico de tirar su aspiraciones por tierra. Pensaba que una hija en el coro era el billete hacia su sueño dorado; ser una notable del barrio. Tenía el futuro de su hija planificado en su mente. Daba por hecho que Eva se casaría con algún adinerado y bien posicionado hombre que les llevaría a su palacete y así poder estar a la altura de los Areilza. Eso sí, prefería a banqueros, jueces o políticos, a los que veía como hombres serios y de bien; antes que a artistas. No se fiaba de ellos, los veía como si fueran unos locos, narcisistas y excéntricos que sólo buscan llamar la atención. Así se pasaba el día su madre, divagando sobre el futuro de su hija, que era el que ella hubiera deseado tener. De mientras, Eva, se volvía cada vez más taciturna y retraída. Pocas veces hablaba en casa y menos en la iglesia. No salía apenas de su cuarto, justo para comer e ir a la escuela.

Los días pasaron sin que la situación cambiase, Eva iba al coro desganada y volvía a casa amargada. Aita Etxebarria se dio cuenta de ello y decidió tomar cartas en el asunto...

1 comentario:

Nerea dijo...

¡¡Queremos la tercera parte ya!!