Pablo era un viejo bajo, rechoncho y con barba blanca. Típico hombre de izquierdas influido por el Mayo francés, amaba la cultura por encima de todo. Creía en la ilustración como filosofía y tomaba ejemplo de los surrealistas. A pesar del paso de los años, seguía creyendo que otro mundo era posible. Por eso, continuaba escribiendo poemas y novelas en las que describía una sociedad más justa y equitativa. Era un soñador.
Pablo tenía una hija que se llamaba Amanda y tenía 19 años. A los 12 años quedó huérfana de madre. Julieta, como se llamaba, era alta, alegre y cariñosa. Tenía unos ojos azules recordaban al mar de su querida Galicia. Pablo y ella se habían conocido en una de esas huelgas de universidad. Protestaban por un mundo mejor. Desde aquel día se juraron amor eterno. En aquel ambiente de cariño, ternura y confianza fue educada Amanda. La libertad, la solidaridad y el amor eran los valores que predominaban en aquella casa.
Cuando quedó viudo, Pablo cayó deprimido. Conmocionado, se encerró en casa. No salía de su biblioteca y se convirtió en un lector imparable. No dejaba títere con cabeza. Amanda, influenciada por la actitud de su padre, se volvió retraída y callada. Por eso, la relación padre-hija quedó muda. Desde aquella tragedia, se dejaron de oír voces en aquella casa; sólo había silencio.
Con los años, Amanda se abrió. Comenzó el instituto y cambió de ambiente. Ahí, empezó a experimentar con cosas nuevas. Así, llegaba a casa a altas horas de la madrugada borracha perdida. De esa manera, Amanda se fue degradando presa de su debilidad. Simpatizaba con la causa hippie y se movía por círculos poco recomendables. Pablo sentía que su hija se le había escapado de las manos. No sabía qué hacer e intentaba dialogar con ella. Su cultura liberal le impidió echarla alguna bronca. Esa actitud contemplativa hizo a Amanda más fuerte. Así, cogió la sartén por el mango. Pablo estaba hundido. Se sentía mal consigo mismo y no sabía qué hacer para convencer a su hija de que recondujese su vida. Se preguntaba en qué había fallado. Pensó que su forma de ver la vida era equivocada lo que le hizo replantearse muchas cosas. Por si esto fuera poco, Amanda amenazaba con irse de casa si su padre no cedía a su deseos. Era su manera de decir “aquí estoy” cuando no conseguía lo que quería. Al acabar el instituto, Amanda pidió a su padre poder irse de casa. Pablo no lo quería, pero se sentía mal al negar a su hija ese derecho. Así, llegaron a un acuerdo y Amanda se fue a vivir al ático. Allí, podía disfrutar de su independencia. Así que, cogió un par de libros sobre hippies, una cama y una almohada para dormir y se acomodó en la parte alta del bloque. Una vez completada su casa, dejó de visitar a su padre. Sólo pasaba por casa en fechas señaladas. Normalmente, solía estar todo el día en el ático tocando una vieja guitarra que sonaba peor que un gato maullando. Su sueño era ser poeta bohemia y morir a los 27 años. Así, las fiestas y los experimentos con psicotrópicos se convirtieron en el pan de cada día. Ella quería llegar a sus límites y desdoblarse de la realidad. Eso pensaba pero en el fondo quería huir. Estaba destrozada y sola. Además, se sentía extraña e intentaba llenar los vacíos de su existencia con drogas y sexo. Su promiscuidad era peligrosa; un día podía aparecer con un hombre como con una mujer, a los que no conocía de nada. Pronto, sus jaranas y jaleos empezaron a preocupar a su padre. A veces subía al ático pero era inmediatamente expulsado. Amanda no quería que su padre se metiera en su vida, pensaba que era mayor para valerse sola.
Padre e hija se fueron separando. Pablo, sumido en la mayor de las miserias, dejó de escribir. No tenía ganas de imaginar un mundo mejor. Amanda, en cambio, iba de bacanal en bacanal. Parecía que jugar con la realidad era su mejor divertimento. Al huir, se sentía segura y creía controlar un mundo creado por ella; era feliz en su paraíso aparente. Al de un tiempo, Amanda dejó de saludar a su padre. Sus escasas visitas se debían a falta de dinero y comida. Aquella chica retraída y callada, se había convertido en una víbora. Hacía lo que quería. Tergiversaba las palabras de su padre. Él, fácilmente manipulable, era convencido de que abroncar a su hija era coartar su libertad y ahondar en su sufrimiento. Así, tiró la toalla y dejó que su hija se desarrollase sin ataduras y paró de subir al ático. Aun así, se pasaba todas las tardes mirando por la ventana a ver si la veía; echaba de menos a su hija. Pablo quería pensar que su hija se había hecho mayor y no necesitaba su protección pero sabía que la había dejado escapar. En aquel instante, se sintió más solo que nunca. Todas sus ilusiones se habían resquebrajado. Primero, la caída del muro de Berlín que mostró que el sistema socialista no funcionaba, segundo; el fallecimiento de su mujer, y tercero; la independencia de su hija. Pablo quedó destrozado. No quería saber nada de nadie ni nada. Su capacidad de amar había desaparecido y su actitud alegre se había convertido en indiferente. No quedaban rasgos de amabilidad en Pablo. Todo le daba igual. No creía en nada, todo le había fallado. Era un hombre que no tenía planes de futuro y que se arrastraba día a día, que sobrevivía.
Las correrías y gastos de Amanda empezaron a repercutir en Pablo. Cada día eran mayores las quejas de los vecinos del bloque. Unos se quejaban del volumen de la música, otros de los horarios y otros de las malas compañías. Además, las facturas eran cada vez más altas y el presupuesto se empezaba a desbordar. Aun así, Pablo siguió pasando dinero a su hija. Pensaba que la factura era lo único que le unía a ella.
Un día, todo explotó. Eran las 5 de la mañana y sonaba música a todo volumen. Varios vecinos fueron a quejarse a Pablo. Éste les decía que no podía ir adonde su hija porque ella era mayor para tomar sus decisiones. En realidad, no se atrevía a ir al ático, tenía miedo de que su hija le rechazase de nuevo. La soledad en la que vivía le había retraído y debilitado. Cada vez que alguien le reprochaba algo, se derrumbaba. Ya no tenía aquella capacidad de lucha que le había caracterizado. Era una sombra de lo que había sido. Aun así, aquel día esta se reveló. Pablo sacó fuerzas de flaqueza, salió de su apartamento, subió las escaleras a toda velocidad y abrió el ático de un portazo. Entró y vio a su hija. Ella estaba borracha y medio desnuda con un hombre al lado. Al verla así, se enfureció y sin pensárselo dos veces, apagó la música, se acercó a su hija y tras separar al chico, que huyó escaleras abajo, la dio un tortazo. El golpe retumbó por toda la habitación. Amanda quedó alucinada. Pablo, en un segundo de flaqueza, pensó que iba a responderle, pero ella rompió a llorar. En un gesto de clemencia, Amanda intentó abrazarle. Pablo lo rechazó y con voz grave le pidió que se fuera a la calle. Sin discutir y cabizbaja Amanda cogió sus cosas y partió.
Durante los siguientes días, Amanda suplicó a su padre que le readmitiese en casa. Estaba arrepentida. Parecía que de un día a otro había vuelto a su recato. Pablo no tenía intención de perdonarle pero finalmente accedió. Para certificar la buena voluntad de Amanda, alquiló el ático y le obligó a buscar un trabajo. Después de este episodio, Pablo comprendió que ser un padre permisivo era diferente a ser un padre sometido. Se sintió orgulloso de lo que había hecho. Comprendió que la libertad y la disciplina no están reñidas.
5 comentarios:
Como te dije iba a escribirte algo para demostrarte que eras un intelectualillo... Pero me he dicho, ¿porqué iba a tener que escribirle algo para demostrarle lo que es cuando lo demuestra con cada palabra que escribe? Y tío... Has hecho el trabajo por mi, por y bastante bien, por lo cual te doy las gracias.
¿Quieres saber porque eres un intelectualillo (y por lo tanto vas a FEVER ^^), pues lee el texto que acabas de escribir como si lo hubiese escrito otro y me dices.
Gran conclusión. Estoy totalmente de acuerdo contigo, y posiblemente mi padre también lo estaría, ahora que lo pienso... Ser libre y ser una persona responsable son dos cosas diferentes, y muchas veces da pena ver a padres que se engañan a sí mismos dando la "libertad" que no ne necesitan a sus hijos.
Díos mío, creo que he envejecido 15 años en un solo comentario...
PD: Alguna falta que otra... ;)
Intelectualidad... ¿Qué demonios es eso? Tengo un amigo - llamemoslo para mantener la privacidad Mr. Tocacouilles - que por experiencias vitales odia todo aquello que representa la intelectualidad para él. Tal vez tenga una definición de la intelectualidad que no es la mía. Pero para mi alguien que escribe poesía, cuentos, ensayos sobre política, y que además los escribe con fundamento, bases racionales y filosóficas sólidas (o medianamente sólidas, citando autores, historiadores, filósofos o cualquier persona de renombre cultural)... para mi esa persona es un intelectual.
Por eso Mr. Tocacouilles, estoy hasta las canicas de ti. Porque te guste o no, eres un intelectualillo. Alguien que en su post del tuenti tiene una traducción al castellano de una canción de Jim Morrison, es un intelectual. Alguien que hace bonitos pareados sobre King Kong en su tiempo libre, es un intelectual. Alguien que desde la edad de... ¿12? ¿13? lleva patillas, es un bohemio. Alguien que se ha quitado las patillas por razones de faldas, es un bohemio vendido al sistema. Alguien que casca nueces con la jeta, es un imbécil. Podría seguir pero me da pereza...
PD: Seguro que te ha jodido lo de bohemio vendido al sistema... No se me ha ocurrido peor insulto para tí. ^^
Me gustaría saber qué significa "vendido al sistema" si hablamos de dejarse o no patillas... sobre todo matizando eso de "por razones de faldas".
Verás Nerea... por supuesta las faldas son DRUSKI. ^^
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