lunes, 26 de julio de 2010

¿Y ahora qué?

Suena a los acordes de una vieja canción, pero nos prometieron la juventud eterna en un frasco de jabón. Nos dijeron que íbamos a ligar con desodorante. Era nuestro mayor logro. La felicidad a un poco de disimular nuestro mal olor corporal. También aspirábamos a bellas princesas y castillos, el bien y el mal estaban bien separadas y siempre habría un futuro mejor porque el esfuerzo tenía recompensa. Eso nos dijeron de pequeños. El mundo era un sencillo lugar en el que todo acababa bien. Nos adormecieron con falsas promesas que nos decían que podíamos llegar a ser lo que quisiéramos, pero que no nos contaron que si todos queríamos ser lo mismo que ninguno llegaríamos. Como cuando Franco murió y se pensó que llegaba la democracia pero aparecieron los militares, el 23-F, ETA y el aparato franquista se transformó en una democracia formal, pero que fallaba en lo más básico: pedir perdón por 40 años de sufrimiento.

Nosotros somos la frustración de nuestros padres y seremos la nuestra; la del no poder ser Cristiano Ronaldo ni Brad Pitt y ser unos juntaletras de tercera o un quintacolumnista en la oficina por dos duros. No nos casaremos con Noa ni escribiremos un diario, tampoco saldremos como los de American Pay, pero utilizaremos el alcohol para evadirnos y soñar con un mundo mejor mientras lloramos por dentro nuestra incapacidad para quejarnos. Porque nacimos derrotados. Tampoco viviremos experiencias como en “Salvar al Soldado Ryan”.

Nosotros tampoco hemos tenido una gran guerra que nos hiciera hombres ni una “mili”que hiciese selección. Ha sido por nuestro bien, pero esa guerra y ese servicio se ha convertido en espiritual. Ya no servimos a banderas si no es porque queremos. Ahora nos servimos a nosotros mismos. Somos un átomo en un mundo que para nosotros no tiene fronteras, aunque para algunos sí las tenga. Nos han vendido el “consumo es el bienestar” y nos han separado poco a poco de nuestra humanidad. Nos roban la espontaneidad como lo hicieron con los alemanes o los rusos en sus periodos más oscuros. Somos un número de tarjeta de crédito en el mercado. Nuestro nuevo Dios es el mercado, el Estado únicamente es nuestra salvación en los momentos de agobio, como cuando rezas al pecar. Pero hemos olvidado lo básico: somos humanos y tenemos sentimientos.

Nuestra vida parece más “El Club de la Lucha” o “Clercks” que “Física o Química” o las películas de Disney. De pequeños nos sedaron ante el dolor. Quisieron protegernos tanto que al final nos hicieron muy sensibles a él. Desearon que tuviéramos lo que ellos no tuvieron. Nos transmitieron, no obstante, su frustración también. Así, nacimos sin poder sentir dolor, pero resignados ante un mundo mal construido y fragmentado. De mayores, nos han querido vender un mundo de estereotipos en el que el más cafre es el modelo. No cuenta qué tener sino cuánto tener, de ahí el número de divorcios, maltratos o separaciones. Hemos tenido una involución, porque lo accidental se ha convertido en estructural (beitu, zenbatu, gehitu, ondokoak baino gerri argalagoa, titi handiagoak, mugikor txikiagoa... Libre- Berri Txarrak).

Ahora cada uno llora en su esquina su infelicidad, mientras al mismo tiempo intenta mostrar en la calle que esto le gusta y que está en “la ola”. Es nuestra paradoja, tapar nuestra decepción con una sonrisa. En fin, el mundo es así. Nos dijeron que íbamos a ser felices. Nos enseñaron el caramelo pero sin decirnos lo que costaba conseguirlo y, sobre todo, que podía que nunca te lo llevaras. Nos enseñaron una sola marca entre todos los gozos de este mundo: es la de la imagen construida con dinero. Y así nos va, ahora que vemos que está hueca vamos al psicólogo o de compras a que nos solucionen con dinero lo que el dinero no da: felicidad real. Es el placebo del siglo XXI, es el pensamiento único.

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