viernes, 16 de mayo de 2008

Las crónicas de Vista Alegre (VIII)

Eva fue decidida a aquel ensayo. Pensaba ponerle los puntos sobre las “íes” y acabar de una vez por todas con la pesadilla. Pretendía que Etxebarria se responsabilizase de sus actos y así finiquitar el tema. A pesar de ello, no sabía cómo iba a acabar, sólo que iba a acabar bien, pero sin saber cómo. No sabía si se iba a ir del barrio o se iba a casar con el cura. Cada idea era más ridícula que la anterior, aunque tenía claro que tenía que hablar con el párroco. Así, al acabar el ensayo fue directa adonde el cura que le invitó a pasar a la sacristía. No había cambiado mucho aquel cuartito desde la primera vez que lo visitó. Seguía igual, con aquellos libros, aquellas vírgenes y aquel Cristo. Nada había cambiado en la habitación.

—Padre, tengo un problema—dijo firmemente Eva. Quería disimular su nerviosismo.

—¿Qué te ocurre, hija?—preguntó extrañado el Padre—¿Persiste la presión? ¿Alguien te ha insultado?—prosiguió con desdén. Poco de lo que le pasaba a Eva le importaba. Sólo quería su cuerpo.

— Es que...—intentó explicar Eva.

El padre Etxebarria la besó cortando su palabra. Así, poco a poco, se fueron despojando de la ropa. El párroco, como otras tantas veces, subió a la joven en la mesa y comenzó a besarle por todo el cuerpo mientras la quitaba toda la ropa. Eva empezó a gozar y profirió algún que otro suspiro y gemido. A la chica se le olvidó de golpe y porrazo lo que le ocurría. Así, desnuda, se lanzó al cura al que hizo una felación y sin más dilación practicaron el coito. Nada nuevo, siempre lo hacían igual, era casi mecánico. Al finalizar el coito, con el grito estridente del cura, que parecía entre la vida y la muerte; este la espetó al oído: “No quiero volver a verte más”— Eva se quedó helada ante las palabras de Etxebarria—¡Vete!— le repitió claramente. Y el padre se visitó y salió de la sacristía como si nada hubiera ocurrido.

Eva, que aún no había reaccionado, no parecía alterada por las palabras del cura. La chica vivía uno de esos momentos en los que no sabía si estaba en una pesadilla o era la cruda realidad, no sabía si lo que había escuchado era verdad y en su cabeza no cesaba de escuchar la advertencia del cura. Verdad o mentira, las palabras habían sido escuetas y directas. Así, Eva se vistió y marchó cabizbaja. Para cuando volvió el Padre, ella ya no estaba. Era evidente que sabía lo del embarazo y quería escurrir el bulto de la manera más fácil y rápido: sacando la basura a patadas esperando que esta desapareciera.

Eva estaba destrozada, iba de derrota en derrota hasta la derrota final. Sin saber qué hacer, decidió acudir a Jokin. Era la única esperanza que le quedaba. Además, quería verle, ya que en poco tiempo, había caído enamorada del joven y era la única persona que conocía su desgracia. Eva albergaba toda su ilusión en el chaval, era su último cartucho antes de caer en la depresión de quien se sentía engañada por un mundo que se había aprovechado de su ingenuidad y sus virtudes. La chica tenía miedo a hacer balance de su vida, para evitar darse cuenta de que no había sido más que un juguete roto en manos equivocadas, al igual que su madre. Parecía que la fatalidad familiar se heredaba en la sangre, la una abandonada por un marinero y la otra embarazada por un cura. Eran el argumento fácil para una novela antiburguesa.

Así iba Eva cruzando las calles, pensativa, cuando un coche la atropelló. De la nada, salió un auto a toda pastilla que la llevó por delante. La joven saltó por los aires y quedó tendida en el suelo con un charco de sangre. Intentaron socorrerla, pero las ambulancias y los médicos llegaron tarde. No se le oyeron últimas palabras ni deseos. Estaba muerta, en silencio, en el frío asfalto.

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