martes, 15 de abril de 2008

Las crónicas de Vista Alegre (IV)

Eva se sentía desengañada, sola y abandonada. En casa, nadie le hacía caso. Su madre seguía integrándose en la alta sociedad del barrio. Ahora, en vez de preocuparse de sus hijos, iba de fiesta en fiesta bebiendo cócteles y tonteando con todos los hombres que podía. El abandono al que le tenía sometido el padre de Eva, que era marino mercante, le hacía sentirse inválida y olvidada. Por eso, buscaba las más bajas pasiones de los hombres para sentirse apreciada y atractiva. El sexo era una vía de escape a sus problemas de confianza. Siempre se había visto fea hasta que se casó. Luego, el duro trabajo de su marido le hizo volver a caer en la certeza de que era horrenda y por eso, su marido huía de ella. Aun así, se dedicó a sus hijos, con la idea de que ellos llenarían ese vacío existencial, pero no fue suficiente. Cuanto más mayores eran sus hijos, su obsesión crecía. Se sentía de nuevo abandonada y sin valor ninguno. Otra vez más, en vez de enfrentarse al problema, huía. En esta ocasión, se había convertido en la imagen de mujer buscona y se maquillaba hasta desaparecer ante el espejo, al que tenía pánico. Sus modelos eran de los que no dejaban mucho a la imaginación. Intentaba dar la imagen de mujer fina pero ‘fatale’ al mismo tiempo y para exagerarlo, fumaba cigarrillos sin saber que el tabaco volvía su aliento corrosivo a cualquier paladar que nunca lo había probado. Era otra victima más de una sociedad donde primaba la imagen.

El padre de Eva era marinero y vivía permanentemente en la mar. Ella apenas sabía de su padre, sólo por las historias de novios que contaba su madre. La mujer sonreía amargamente ya que sabía que esos momentos que le habían hecho tan feliz no se repetirían jamás. Esos abrazos, esos ‘te quiero’, esos besos eran pasado y el futuro era mucho más sombrío de lo que hubiera pensado en aquel instante. Su matrimonio había servido para ahondar en su pena y contagiársela a sus hijos. Ellos, salvo Eva, eran muy pequeños para comprender esas tragedias. Por eso, la mayor, se sentía tan sola en aquellos instantes. Débil como su madre, sabía que ella era bella y tenía pánico de caer en las garras de alguien le hiciese daño. Evitaba caer enamorada de nadie y vivía en su propia burbuja sentimental. Aun así, su buena fe sobre la humanidad le hacía sufrir aún más. Todos los novios que había tenido le habían abandonado tras hacer mucho daño. Sólo la querían en cuerpo y no en alma; no les interesaba lo que Eva pensaba. La superficialidad con la que había sido tratada le hizo creer que sólo servía su físico y no su cerebro. Así, sus mayores preocupaciones empezaron a ser su imagen y su atracción hacia los hombres. Intentaba seducir a toda costa, aun sin querer nada, a los chicos del barrio. Daba la imagen de mujer fácil pero se sentía útil. Su candidez había desaparecido, pero su ingenuidad no, y seguía siendo engañada.

Utilizaban madre e hija sus “armas de mujer” para olvidar los vacíos en su alma. No obstante, Eva era consciente de que era muy manipulable. Al contrario que su madre, ella sabía que los hombres se iban a aprovechar de ella y lo aceptaba. Se resignó a ser una preciosa muñeca en manos de impúdicos hombres que la utilizarían según su libre albedrío. Así, aceptaba la cruel realidad que le imponía su languidez emocional; necesitaba a alguien al lado todo el rato. Ambas habían dejado sus gestos amables y su afabilidad y habían adoptado actitudes impulsivas y provocativas con el único objetivo de sentirse deseadas.

Por su parte, Aita Etxebarria seguía intentando mediar en el conflicto entre los Gortazar y Eva. El Padre, con dinero de los feligreses, pagó la “paz social” del barrio. Organizó una comida a favor de los niños pobres del barrio y desvió el dinero recaudado a casa de los Gortazar. Y aunque todo el mundo lo supo, consiguió apaciguar los ánimos en su parroquia. Al mismo tiempo, el cura seguía manteniendo contactos sexuales con Eva. Por primera vez en su vida, Aita Etxebarria se veía atractivo ante las mujeres. Al principio, pensaba que la niña callaría y jamás volvería a la parroquia, pero luego se dio cuenta de que cada vez tenía más influencia en la joven.

Los días seguían su curso natural y nada cambiaba en el barrio. Ahora todo estaba más calmado pero los odios seguían en silencio. Los gritos e insultos se habían convertido en cuchicheos y miradas. Eva era consciente de que todo el barrio sabía que se acostaba con el cura y le daba igual. Pensaba que así, con la protección del cura, le respetarían y no le insultarían por la calle. Por otro lado, su madre seguía de mal en peor. No era raro verle en casa con hombres haciendo el amor mientras sus hijos comían, ni tampoco que estos no comiesen porque su madre no aparecía por casa. Al final, Eva se tuvo que encargar de sus hermanos. Ella les hacía la comida y les atendía. Pasaban los días y Eva se sentía cada vez más fatigada. Además, tenía mareos al levantarse y nauseas al comer. La joven lo achacó a su nueva labor en casa que le dejaba exhausta; tenía que estudiar y ocuparse de sus hermanos. Sólo se empezó a preocupar cuando vio que la menstruación tardaba en llegar. Para asegurase, fue a la farmacia, adonde el Señor Oroquieta y le pidió una prueba de embarazo. Inmediatamente supo que estaba embarazada. Al principio, sintió alegría inmensa porque iba a tener un hijo, pero instantáneamente sintió un tremendo pánico que se convirtió en angustia. Le temblaba todo el cuerpo. Eva no sabía qué hacer, a quién acudir ni con quién hablar. Pensó en abortar, pero sabía que iba a ser aún peor vista e ir al infiero, pensó en hablar con su madre, pero sabía que esta le iba a echar la bronca o pasar de ella, pensó en ir adonde Etxebarria, pero sabía que este le iba a abandonar y amenazar. Estaba en un callejón sin salida, además ya nunca más sería atractiva. Eso le entristeció todavía más. Así que pensó en suicidarse. Creía que la muerte era el final trágico a su adversa suerte. Además, lo magnífico de la acción le iba a convertir en mártir en vez de en mujer ‘buscona’. La gente era muy sensible a estas cosas que servían como redentoras de una vida errónea. Al igual que su madre, iba a huir de sus problemas, sólo que esta vez no había vuelta atrás. Para no llamar la atención, Eva decidió tirarse por el puente más cercano. Pensaba que así nadie se daría cuenta de su estado, ya que estampada contra el suelo no se notaría su embarazo. Así, cogió el bolso, se despidió de sus hermanos y se fue al puente.

Caminaba sin parar de dar vueltas a lo que iba a hacer. Estaba indecisa, aunque no era consciente de que su decisión no tenía vuelta atrás. No quería dar la imagen de muerta por parto, una causa ordinaria; si no por desamor. Quería morir de forma romántica, como lo hicieron los amantes de Teruel o Julieta y tener un funeral lleno de lloros y lamentos: “¿cómo no nos dimos cuenta de lo que valía?”, “¿cómo la dejamos morir así”, “¿en qué fallamos?” repetía en su cabeza. Pensó en una coartada, dejar un nombre escrito, unas siglas con las que compartir su dolor y así hacerlo universal. Quería ser mito y dejar huella en la historia; ser aquella que nunca jamás pudo ser. Quería quedar como aquella que amó y no fue correspondida, o mejor, como aquella que amó y no pudo amar porque la sociedad lo impidió. Quiso engañarse a sí misma justificando estas quimeras y convenciéndose de que era cierta su historia de desamor, sin pensar en el dolor que podía causar a quien de verdad le quería. Así de preocupada se acercaba a su destino final.

4 comentarios:

Bruno Sans Sánchez dijo...

con lo sexis q son las embarazadas macho. ¡Más cuero!

Anónimo dijo...

la historia cada vez va a mejor, me gusta.
Aunque me preocupa que ayer os dijese que mi abuelo era marino mercante... ¡mi abuela no era así! sniff sniff...

Nerea dijo...

Bueno, qué mas decirte... Que espero leer pronto la Vª parte, a ver si me descoloca más con coches híbridos e Internet. Jejeje.

Bruno Sans Sánchez dijo...

Cancer putas en youtube. Una nueva obra maestra