lunes, 9 de agosto de 2010

De la simbología

En la existencia del ser humano la simbología es esencial. Esta esconde, en sus formas, recuerdos y sensaciones que transportan a otros momentos o a otras situaciones; es, muchas veces, la expresión de unos sentimientos o, al revés, sirve como medio para expresarlos. Es por eso que es imprescindible tener una simbología propia, o identidad, pero también una dimensión colectiva de esta. De hecho, es importante saber separar ambas y tener una dispersión de símbolos que permita repartir el peso de estos sin perder la identidad propia. En otras palabras, evitar la centralización de sentimientos en unos símbolos compartidos que puedan ser fácilmente reversibles, pero al mismo tiempo, sin perder los propios rasgos. La falta de referentes puede llevar a una pérdida de lugar en el mundo y a la zozobra existencial. Es por eso que hay que labrar una simbología plural, basada en una estructura fuerte y estable. Hay, por ello, que tallar o adoptar unos símbolos individuales arraigados en la persona que puedan amoldarse a los vaivenes de la existencia. Son explicaciones confusas de cosas habituales.

Hay una forma más fácil de explicarlo: hay que buscar que nuestros símbolos primarios (nuestra ideología, filosofía de vida, equipo de fútbol, aficiones...) estén ajustados a valores perdurables en el tiempo como pueden ser la familia o los amigos. Es evidente que nada es para siempre, pero hay cosas que perduran más durante nuestra existencia. Por otro lado, es comprensible que a la hora de comenzar una relación amorosa existe una tendencia a escorar o adaptar esta simbología a la de la pareja. Es lo habitual en el “quit pro quo” que se supone una relación profunda, más aún cuando las ínfulas del amor hacen perder a uno la conciencia y lo mueven de su centralidad existencial. Sin embargo, existe también el riesgo de caer en la simbología de la pareja o, peor, abandonar parcialmente la propia simbología para adoptar una tercera nueva simbología. Este riesgo puede convertirse en drama cuando la relación se rompe, ya que lo que hace libre al humano es poder elegir sus compromisos o “ataduras”. El haber centralizado lo simbólico en una persona y haberlo perdido lleva a que ese universo en lugar de ser un lugar confortable, se convierta en una pesadilla y éste quede cautivo. Esa canción que antes hacía sonreír, ahora hace recordar la desgracia que supuso la ruptura. Más aún, cuando no existe ya un libro o un paseo que dar para levantar el ánimo.

La vida, al igual que las demás estructuras sociales compartidas, exige un equilibrio entre el universo propio y el compartido. Es por eso que, como en la democracia se necesitan contrapoderes, en la vida misma y en la simbología es imprescindible lo mismo. Cuanto más número de referentes tengamos y más fuertes sean, sin que diluyan nuestra personalidad en un camaleón sin esencia, más probable es que salgamos adelante. Pero para ello hay que trabajarlo y tener claro qué se quiere en cada momento y con qué se identifica uno. Este reto implica también marcar unas líneas entre los diferentes “cubículos” de la vida. No tienen porque ser vallas, pero no puede ser que alguien se las apropie. Al fin y al cabo, vivimos en la contradicción de ser un individuo político y social. Eso es, ser una persona que necesita a las demás, pero que no deja de estar sola ante el mundo. Eso sí, con ayudas y zancadilas.

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