“
Muchas veces soñamos con atravesar la realidad. Esta, muchas veces, se nos queda corta. Nuestros deseos y pulsiones van más allá. No se quedan encerrados en la realidad. Buscamos romper las cadenas y salir; escapar. La monotonía nos hace aburrirnos, no obstante, queremos divertirnos: experimentar sensaciones. Nos gusta cambiar, evolucionar; no queremos estancarnos. Por eso, crecemos y maduramos, probamos nuevas cosas. Si nos quedamos siempre en el mismo lugar, el tiempo no tendrá sentido. Por mucho que pasase, nada cambiaría y entonces perderíamos la noción temporal. Sería como estar encerrado. Viviríamos desorientados. Sin ningún rumbo, ni esperanza; sólo la muerte.”
En el pequeño pueblo de Schilförg, en un valle suizo, vivía el Alex Von Zindler. Este joven científico habitaba en su pequeña casa alpina, rodeado de la salvaje naturaleza que se imponía al hombre y su hormigón. Lo hacía solo. Alex dedicaba la mayoría del día a sus pequeños inventos y descubrimientos y la otra parte en divagar sobre un futuro incierto. Desde que hacía 10 años que había terminado la carrera de Física y Química, Alex había perdido progresivamente contacto con la realidad. Sus visitas al pueblo se circunscribían únicamente a compras, ir a la Iglesia y visitas esporádicas a sus familiares y amigos. Desde hacía unos 8 años, además, estaba encerrado en un proyecto que le cambiaría la vida: una máquiana de sueños. Este aparato tenía la virtud de cumplir todo aquello que el dueño deseaba y quitaba el sueño a nuestro científico. Así, tras 15 años de pelea consiguió terminarla.
Para celebrar su hazaña, Alex decidió invitar a sus amigos a cenar a su hogar. Pocas veces habían estado en sus aposentos y esta invitación sorprendió a sus amigos que, sin embargo, acudieron encantados. Creía que, una vez terminado el invento, se acabaría la locura que encerró a Alex en sí mismo. Además, sus amigos pensaban que esa máquina era otro trasto inservible, como tantos otros, que había fabricado Alex desde que tenía uso de razón. Sin embargo, estaban equivocados y la máquina funcionaba. Alex encargó la cena y ésta la hizo. También recogió la casa y limpió hasta el último cubierto de la cena. Sus amigos estaban realmente asustados ante el invento. Creían que era cosa de brujería. Aun así, quién más padeció su propio invento fue Alex.
El joven suizo, que se encontraba tan solo, pidió una mujer. Era lo que más deseaba, pero lo que más le inquietaba. Anhelaba una mujer que le hiciera compañía desde los 15 años y la máquina se la proporcionó. Era una chica morena, de ojos claros y de estatura media. Era amable, simpática y trabajadora. Era, en pocas palabras, lo que Alex llevaba esperando toda la vida. Así, empezaron a salir y tuvieron un hijo: Johann. Alex gozaba con su hijo que, aunque no tenía abuelos por parte de madre, era feliz en su inconsciencia. Sin embargo, las cosas empezaron a torcerse. La perfección de su mujer ponía de los nervios a Alex que sólo podía regañarle por hacerlo todo bien. Así, Alex cayó en una depresión. Se sentía inferior a su mujer y su hijo lo percibía. De tal manera que para acabar con ese mal, Alex decidió pedir a la máquina que le quitase la depresión. La máquina cumplió y Alex volvió a su estado normal. En el corazón, no obstante, sintió una punzada.
Los años pasaron y su hijo Johann creció. Empezó los estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Basilea. Tuvo buenas notas y conoció a una mujer: Georgina. Esta mujer no era del gusto de su padre. Le molestaba su imperfección y, sobre todo, su olor. Odiaba la fragancia de fresas. Así que, para evitarla, decidió pedir a la máquina que cambiase el olor. Johann se dio cuenta y se enfadó con su padre. Le dijo que no podía adentrarse en su vida y que debía respetar sus gustos. Alex, en un arrebato de furia, pidió a la máquina que su hijo se callase y la máquina lo volvió mudo. Alex, aliviado, sintió otra punzada en el corazón.
Al tiempo, su mujer se dio cuenta de que Johann era mudo. En su perfección decidió no decirle a Alex nada, ya que sabía que si se lo decía le iba a enfurecer. Así, calló para siempre el dolor de su hijo que sollozaba ante una madre que no iba a hacer nada por solucionar su problema. Alex, además, cada vez se comportaba de manera más extraña. Sentía en sus entrañas la culpa de que su hijo quedara mudo, pero la falta de respuesta por parte de su mujer ante sus dudas le hicieron olvidarse de su hijo. Hasta que un día, cuando Alex se sintió de corazón que quería oír a su mujer quejarse, su mujer le echó en cara que Johann estuviera mudo. Alex se enfureció y, en un arrebato, ordenó a la máquina que matase a su mujer. Y la máquina así lo hizo. Alex quedó viudo. Sintió otra punzada en el corazón.
En el funeral de su mujer, sus amigos no reconocieron al viejo Alex. Estaba mucho mayor que ellos. Los años habían pasado por su cara y por sus manos. Su hijo no quiso estar en el sepelio. Sabía que el asesino era su padre, pero también sabía de su arrepentimiento. Alex no se atrevía a revivir a su mujer. Se sentía culpable y decidió encerrarse en su habitación. Así, pasaron los días hasta que en uno alguien tocó a la puerta. Era Johann. Quería hablar con su padre. Alex abrió y ante la imposibilidad de escuchar a su hijo, al que había dejado mudo, se dio cuenta del daño que le había cometido y pidió a la máquina que le devolviera la voz. La máquina cumplió su deseo y le dio a Johann su voz, aunque no le devolvió su lengua. Sabía que Alex no quería escuchar lo que su hijo le iba a decir. Se sentía culpable por dejarle mudo, pero no quería sentirse culpable por el asesinato de su mujer. Sintió otra punzada en el corazón.
Así, pasaron los días hasta que Johann consiguió recuperar su idioma y entenderse con su padre. Lo pudo hacer gracias a unas traducciones que había escrito en un libro de Zubiri. El hijo lo aprovechó para escribir una nota a su padre: “
Papá, parto de aquí. Después de ver lo que le hiciste a Madre, temo por mi vida. Sé que no quieres matarme, pero tus arrebatos me asustan. Te echaré de menos, Attmente: Johann”. Alex, harto de rabia, pidió a la máquina que matase a su hijo; y así lo cumplió.
En el funeral, Alex se volvió a encontrar con sus amigos. Estos le vieron aún más viejo y solo. Tenía la cara llena de angustia y dolor. Al volver a casa, Alex se sentó en el sofá y cayó rendido al sueño. Al despertarse, sintió una nueva punzada en el corazón. Había soñado con su familia. Acelerado, se acercó a la máquina de sueños y le pidió que le quitase ese dolor que le arrasaba el pecho. La máquina así lo hizo y Alex se sintió aliviado. Ya no sentía punzada alguna. Se sentía libre y ligero. Era una persona nueva, con una vida nueva.
Un día, un amigo le tocó a casa. Hacía años que no se veían. Le fue a pedir dinero para honrar a otro amigo que había muerto. Alex, sin dudarlo, le dio el dinero y tras una larga conversación su amigo partió. Al de unos días en el funeral, Alex se acercó a la Iglesia. El cura que oficiaba el sepelio, era un hombre alto, de talante serio, con una voz grave. Condenaba y maldecía a todos aquellos que no sentían piedad y daba al muerto como ejemplo de persona que se había desvivido por los demás. Alex quiso sentir pena por la muerte de su amigo, pero no pudo. Quería llorar, pero era imposible. No tenía ningún sentimiento de lástima en su cuerpo. Asustado, se levantó azorado y partió a casa a toda prisa. Abrió la puerta a toda velocidad y se encerró en su cuarto. Se quedó dormido en el sofá y se puso a soñar; recordó a todos los seres amados que habían pasado por su vida: sus padres, sus amigos, su familia y todos los buenos momentos que había vivido. Sintió un tremendo gozo que, de repente, se paró. Se despertó sudado. Fue un golpe seco: donde debía haber pena, había un vacío.
Su corazón estaba hueco. Alex sólo percibía el gozo. Sólo distinguía sentimientos positivos y no recordaba haberse encontrado mal consigo mismo en ningún instante. La punzaba ya no estaba y él la echaba de menos. Era ese impulso que le faltaba. Ese gozo que al principio había sido tan gratificante, se estaba diluyendo. Ya no sentía esa ilusión del principio. Pensó que eran los años. Aun así, percibía que algo raro había. No sabía qué era, sólo se daba cuenta de que le faltaba algo, que no sentía lo que debía sentir alguien que había perdido todo lo que quería.
Así, fue a donde la máquina de sueños y le preguntó qué ocurría. Ésta le respondió: “
tus sueños, por los que tan poco luchaste y que tan poco apreciaste, te han llevado a la soledad. Aun así, tu comodidad te ha llevado a no sentir nada por pánico al sufrimiento. Te has convertido en lo que no querías; en una máquina de sueños que no ha cumplido ninguno; ahora tú no eres capaz de disfrutar porque no quieres sufrir. No sabes lo que es pasarlo mal, pero tampoco bien; tu conciencia la tengo yo, ya no eres humano, eres máquina; yo soy tú y tú eres yo. Te has convertido en lo que creías que te ibas a convertir si no me inventabas; tu ilusión se ha fundido con el miedo y te ha matado. A veces las soluciones no son tan fáciles”.
Alex se sintió extraño. Pensó en lo que la máquina le había dicho. Era lo que sabía desde hacía tiempo, pero que no quería escuchar. Aun así, no sintió pena. En un arrebato de valentía, Alex decidió romper la máquina. Quería recuperar todo lo que la máquina le había robado. Así, cogió una maza y destruyó la máquina de sueños a porrazos. Una lluvia de espíritus le acogió y en un momento toda la pena que había administrado su conciencia en la máquina le envolvió. Se volvió loco. El golpe fue tan duro que perdió el norte. Alex empezó a sollozar en una esquina por todo lo que había perdido. Se sentía desdichado, angustiado y sin ilusión. Lo había perdido todo y lo había hecho él. En otro arrebato, corrió desde el pasillo y se tiró por la ventana. Su muerte dejó sin habla al pueblo. De él, sólo encontraron un cuerpo empotrado en la nieve y una pequeña nota escrita a mano: “
He muerto como he vivido, en cobardía; por miedo a vivir, he conseguido morir”.