Jokin salió de casa a la biblioteca a las 9 de la mañana. Era un día soleado, de los paradisíacos en los que ansias ir a la playa. Pero él no podía ir, se dirigía al duro estudio. Tenía dos exámenes y un trabajo. El tiempo no le sobraba. Por eso, se mentalizó para aprovechar el tiempo lo máximo posible. Ya tenía hecho el calendario cuando se sentó en una mesa. Estaba solo con demás gente. Cogió los apuntes y los colocó en la mesa. Llegó el primer bostezo y con él, el recuerdo de la añorada cama. ¡Cuánto la echaba de menos! Quería volver. Sin embargo, sabía que tenía que evitar esas ensoñaciones porque tenía que recuperar el tiempo que había perdido. Juró que daría cualquier cosa por tener un día más para estudiar más tranquilo, mientras que se lamentaba por dejar todo para el último momento. Segundo bostezo, este de resignación por no haber cambiado.
Pasaban las horas y poco a poco iba cogiendo el tono. Pasaban también las hojas y las cosas empezaban a cuadrar. Jokin relacionaba unos temas con otros y al final les sacaba una ilógica lógica que le hacía recordar qué tenía que responder al día siguiente. Súbitamente, como ocurría siempre que se concentraba, perdió el hilo. Sintió una punzada en la vejiga: era orín. Raudo, se levantó de la silla y avanzó firme hacia la puerta que abrió con mirada desafiante a las chicas que cruzaba. A ellas les daba igual que pasase, cuchicheaban. No obstante, para Jokin era importante “pasar de ellas”. Quería mostrar que era asceta y creerse que estaba centrado en el trabajo. No era así, estaba más a que creyesen que lo estaba que al trabajo en sí. Luego, dio a la bomba y salió del baño. En la puerta, se encontró con Maite. Estuvieron hablando. Comentaban los entresijos de la asignatura y lo enrevesada que era. Al lado, una pareja se daba el lote como si el mundo se fuera a acabar. Jokin sugirió la idea de una espátula. Maite le sonrió y Jokin se creyó ingenioso. Volvió a sentarse. Flotaba.
Llegó la hora de comer. El estómago de Jokin aullaba. Comió y departió con dos compañeros rezagados que estaban tan apesadumbrados como él. Se lamentaban de no merecer tal suplicio mientras que comentaban la jornada liguera y arreglaban el mundo. En fin, se daban ánimos para no caer en la depresión nerviosa previa de los exámenes que convierten el mundo en un pozo negro de ansiedad y libros. Eran gente apacible. Además, con sus chistes y ocurrencias habían exaltado a las chicas que había sentadas detrás. Ellos no lo sabían, pero las mujeres pensaban que los chicos estaban como cabras. Y no se equivocaban. Uno había sugerido hacer la presentación de un trabajo en calzoncillos, mientras otro defendía dejar la taza del váter levantada como símbolo de insumisión al poder femenino. Era este, y no los exámenes, quién preocupaba a los jóvenes. Jokin lo sabía, por eso lo disimulaba.
Más tarde, cada uno se fue por su lado. Jokin volvió al sitio. Sintió como los dos platos y los dos yogures hacían efecto somnífero en su estómago y entró en un estado de trance en el que luchaba por no cerrar los ojos. La lucha fue dura, pero al final venció Jokin. Aun así, perdió tres cuartos de hora en la batalla. Todo un mérito. No sabía que el suplicio venía ahora: tenía que estudiar lo que le faltaba y hacer el trabajo. Además, estaba seguro de que sus compañeros lo iban a hacer mejor que él. Sabía que era difícil ser más vago. Así que se puso a pasar páginas mientras miraba alrededor. Había gente cuchicheando, mujeres, parejas estudiando de la mano (extraña manera), el bibliotecario que estaba harto de los arrumacos, mujeres, un amigo al que saludó y más mujeres. Al final, Jokin se centró y se puso al trabajo.
Tras dos horas sin parar salió a tomar el aire. Estaba perdido. Se sentía pesado, pero ligero al mismo tiempo y la temperatura de la cara era la de una cafetera y la de las manos la de un congelador. Andaba dando tumbos. No sabía dónde estaba el norte ni el sur. Se encontró a un amigo. Le dijo que la publicidad le salía por la cabeza y comenzó a andar. Cruzó todo el pasillo exterior y luego siguió por la cuesta. Salió de la Universidad y se dirigió recto hacia el mar. Pronto dejó atrás la Estación de Tren y se plantó en la Playa. De ahí siguió andando hasta la antigua plaza de Toros y dio vuelta a la playa. Estaba anocheciendo. Decidió seguir recto y cruzar el casco antiguo de la ciudad. En el camino comió algo o eso recuerda. Estaba como ebrio. Luego siguió a pie hasta la otra playa. Ahí sintió un pinchazo en el estómago y se sentó. Jokin se relajó y quedó somnoliento. Cayó seco. Empezó a luchar entre el consciente y el subconsciente. Pensaba en ciclismo mientras abría los ojos. Era una sensación extraña; sentía una realidad virtual. Estaba cómodo y se durmió.
La gente pasó sin darse cuenta de que ahí estaba Jokin. Amaban tanto su playa que eran incapaces de reparar en aquel elemento ajeno a la idiosincrasia de la ciudad. Era como si aquel cuerpo formase parte de la arena de la playa. Al de un rato un policía municipal se acercó. le tocó con la mano y le susurró algo al oído. Jokin se despertó entre bostezos. Era un hombre nuevo. El policía le preguntó a ver dónde vivía; Jokin le respondió “no sé volver”. Había perdido la noción del espacio y del tiempo y dijo lo primero que tenía en la cabeza. Estaba tan relajado que se sentía mareado. No recordaba estar en la playa. Pronto se levantó y se dio cuenta de lo ocurrido: había dejado todo en la biblioteca y, encima, tenía el ordenador sin la batería puesta. Se acordó de “todo lo acordable” y con paso ligero volvió por el paseo hasta su casa. Pensó en lo rara que es esta vida que te da tregua cuando menos quieres antes de afrontar la batalla final.
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