Érase una vez en una pequeña ciudad de mi país, un chico enamorado de una chica. El chico era hablador, sociable y muy gracioso, pero también tenía un lado solitario y silencioso. La chica era alegre, cándida y vergonzosa, aunque también algo triste y melancólica. Ambos se amaban y sufrían el uno por el otro. La distancia pesaba. A pesar de ello, la convivencia no era fácil. Se veían poco y cuando se encontraban no podían disfrutarlo como querían ya que solían pensar en el momento de la despedida o llegaban cansados. Eso los entristecía. Otras veces, el chico se quedaba dormido para recuperar el sueño perdido la noche anterior. Eso molestaba a la chica tanto como su difícil despertar. Estaban poco tiempo juntos y encima lo pasaba mirando cómo dormía su novio. Así pues, un día esta se lo dijo. El novio se excusó, pero siguió haciendo lo mismo semana tras semana. No podía parar sus ansias de dormir. La chica callaba ya que comprendía a su novio, pero seguía disgustada con él. Además, el novio tenía un mal despertar e increpaba, sin llegar a insultos ni vejaciones, a su novia. Recordaba más bien a un niño pequeño que intenta zafarse de su madre con gritos como “Joooooooooo”, “Jolin” o “No me des la txapa” en un tono muy poco jovial. La chica se enfadó y se fue a hacer el desayuno soltando improperios y dando un portazo. El chico se quedó en la cama, dormido, mientras pensaba en lo que había hecho. Pensó en todo lo que ella había hecho por él: le había preparado la comida, hecho la cama y aguantado sus flatulencias. Y él se lo agradecía así.
El chico estaba muy enfadado consigo mismo. La idea de perder a la chica por una estupidez así le partía el corazón. Enfadado, cogió la puerta y se fue entre las demandas de la chica: quería que él se quedase. Ante la negativa, se puso a llorar desconsolada en la cocina pensando en que jamás volvería. El chico, en cambio, tenía otra idea. Quería ir en busca de una floristería para comprarle una rosa y recibir su perdón. Pero no encontró ninguna. Sorprendentemente, vio una rotonda donde había rosas y pensó “esta es la mía”. Así pues, se acercó y, tras mirar a los lados para evitar coches, se subió a la rotonda. En medio, había un jardín y, en una esquina, rosas. Las miró y contempló buscando la idónea para su novia. Y ahí estaba en un costado, entre varias pochas, una rosa roja y la cogió. Tras meter un pie en el seto, arrancó la flor de las demás para dársela a quien se la merecía: su novia. Deprisa, bajó de la rotonda pensando en qué pasaría si le paraba la policía. ¿Le tomarían por loco? ¿Por romántico? ¿Se convertiría en Ladrón de Rosas? Enfrascado en esos pensamientos cruzó la carretera y volvió a casa de su novia. Ahora tocaba repartirla. El chico quería darle una sorpresa y que no viese el presente y se le ocurrió tocar a otro piso. Así lo hizo y tras hacerse el vecino el remolón, subió. El chico se quedó en la puerta de la chica expectante. Quería hacerlo bien y ser perdonado. Se le ocurrieron mil fórmulas y conjeturas: que si le iba a dar un tortazo, que si se había liado con el vecino, todo eso mientras la escuchaba hablar a través de la puerta. Pensó “ahora o nunca” y tocó suavemente al timbre. Escuchó los pasos de la chica al acercarse y, tras respirar hondo, abrió la puerta. El chico enseñó y la rosa y la pedió perdón.
La chica quedó pálida. No se lo esperaba de ninguna manera y ambos se besaron. Luego fueron al cuarto donde se abrazaron y la chica empezó a llorar: estaba emocionada. El chico comprendió enseguida que ella le hacía muy feliz. Tras decirse lo que sentían, ambos se fueron a desayunar con Phil Collins de fondo. Ahora, un tiempo después, el chico está en su cuarto escribiendo esta historia acordándose de lo que quiere a la chica, mientras que ella le escribe por internet a pesar de que mañana tiene que levantarse pronto para estudiar. Él no quiere que llegue mañana si no es con ella.
1 comentario:
Te echo tantísimo de menos... Sólo quiero que llegue el día en que estemos juntos sin tener que despedirnos al siguiente.
Publicar un comentario