Cuando
alguien se te declara sabes que algo se va a romper. Todo va a
cambiar desde entonces, y seguramente no será para bien. No es como
si alguien te dice que va a ser padre y que le guardes el secreto. En
ese caso, siempre queda sitio para el disimulo por muy ridículo que
sea; ese “circulen, circulen que aquí no pasa nada”, a pesar de
que la madre de la criatura tenga una tripa en la que quepan tres. La
amistad lleva a caminos disparatados, hasta a negar la realidad
aunque rompa aguas.
El
problema cuando se te declaran es que tiene que ver contigo. Es un
secreto que te ata sin quererlo y por sorpresa, sobre todo, si no es
correspondido. Es un peso que te han adjudicado y que crece cada vez
que os cruzáis, porque todo son miradas cómplices, sudores fríos y
hasta alegría, con un “entre tú y yo” resonando en tu cabeza.
Te llenas de dudas, piensas en por qué no te gusta y en que sentirse
deseado está bien, pero ser correspondido mucho mejor. El mundo
sería un lugar más feliz si cada amor fuese correspondido, siempre
y cuando a ti te tocase la persona que deseas.
Por
eso, siempre he tenido miedo a que me venga alguien y me diga “eres
mi novio”, tiene que ser lo más parecido a sentirse un objeto
perdido. Que se te declaren es algo similar, porque también es algo
de lo que no puedes libertarte hasta que la otra persona lo quiera.
Serás el que le gusta hasta que otro os separe. Tengo un amigo que
dice que hay que declararse, pero procurando hacerlo bien. Yo no sé.
Sólo sé que asumir el peso de la verdad con discreción es un
símbolo de madurez. El problema es que contarlo es mucho más
divertido, y ligero. Al fin y al cabo, ¿a quién no le gusta fardar
de vez en cuando?
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