Eva caminaba por la calle en dirección a su fin. En una esquina, recibió una visita inesperada. Se cruzó con Jokin, un chico de su clase. Era un chico raro, abstraído en sí mismo y lacónico. No le interesaba llevarse con mucha gente y sabía escoger las compañías. Eva era una de ellas. Identificaba con ella la virginidad y la candidez afable que debía tener la mujer. Aun así, era misógino convencido. Veía en las mujeres el peor de los pecados. El amor y el sexo eran debilidades para él, ya que en el humano debía gobernar la razón. ¿Para qué enamorarse y dar todo a cambio de nada? ¿Para qué regalar algo para no recibir nada? Luchaba contra toda debilidad atacando las de los demás y haciendo de su inferioridad su fuerza. A veces, se veía como esa torre que aguanta la tempestad. Era sensible, pero había sabido tejer una armadura fuerte y segura que sólo abría con muy poca gente. Por eso, la gente le veía como alguien frío y calculador, un misántropo. No era así, era un chico como todos los demás, o quizás mejor que los demás. Su capacidad de sufrimiento le hacía especial y su visión real del mundo hacía que jamás se llevase ninguna gran decepción. Era, quizás, demasiado amargo para la edad que tenía, pero su vida interior no era fácil. Vivía en una lucha interna. Como buen existencialista, pensaba que la vida era un fracaso. “De derrota en derrota hasta la derrota final” solía decir jocosamente. La libertad era su sino, y vivir solo su objetivo. Quería abastecerse de su propia existencia para llenar los vacíos que surgían entorno a ella.
Su ateísmo era algo importante en su personalidad. El depender únicamente de él, le hacía sentirse útil a la vez que vacío. “Es difícil vivir momentos duros sin poder recurrir a un dios” pensaba cuando pasaba un mal momento. Eso le amargaba. Cada vuelta que daba a su cabeza, era un paso más que se alejaba de la felicidad. Pensaba que ser feliz era ser inconsciente y por eso descartaba que él pudiera serlo. Aun así, quería serlo. Jokin odiaba todo lo que le rodeaba. Veía hipócrita la sociedad piramidal del barrio, donde unos mandaban y otros admiraban, aunque teóricamente eran todos iguales. Comprendía, en parte, que nada avanzase. Los de arriba eran educados para seguir comandando, mientras a los de abajo se les educaba para vivir aplastados. La educación era la barrera que impedía un cambio social. Eran mentalidades distintas, los unos: los ganadores sin méritos y los otros: los perdedores por demérito. Aunque lo que más le molestaba no era ese determinismo social, si no que la clase baja imitase a la alta. Había una tendencia al mimetismo que casi llegaba a lo ridículo. Normalmente, solían imitar a la clase dirigente del barrio. Les copiaban los gestos, las expresiones y las formas de vestir. Eso les hacía mucho más ridículos de lo que sus miserables vidas les hacía. El sueño de cualquier joven de clase baja era convertirse en uno de ellos. No querían cambiar, no había una conciencia de clase. Esa injusticia le carcomía. Se sentía impotente y culpable. Jokin pertenecía a una familia pequeño- burguesa. Su padre era un médico ilustrado, el Sr. Ituarte y su madre era bibliotecaria. De ellos había aprendido el amor a las letras y al pensamiento universal, pero no el compromiso activo con lo que defendía.
1 comentario:
Quiero máaaaaaas!!
Qué pasará ahora??? aiiiiisss...
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